Viridiana es la mirada más feroz y genial que se haya permitido el cine sobre la
institución de la beneficencia, y a esa condición está atada buena parte de los rasgos
que la convierten en una obra maestra cabal. Una entre muy, muy pocas. Pero la mejor
película de Luis Buñuel va ve
más allá de la caridad cristiana. Y otras instituciones, tanto o más hipócritas,
comparten el privilegio, si se lo puede llamar así, de atraer la atención del hombre de
Calanda. Rodada en España como respuesta a un tramposo convite de Francisco Franco
(resignado a repatriar a Buñuel que arrastraba 25 años de
exilio en México para beneficiarse con su fama), Viridiana fue cualquier cosa
menos lo que esperaba el dictador. Al día siguiente de alzarse con la Palma de Oro en
Cannes fue prohibida en todos los cines de España. Tiempo después, en Milán, la obra de
Buñuel provocó un escándalo similar al que treinta años antes había desatado La
edad de oro, su segunda película, y el realizador fue amenazado con la cárcel si
pisaba Italia.
Buñuel no era un hombre impiadoso.
(Fue escasamente fetichista, más allá de sus escenas fetichistas, y bastante menos
surrealista de lo que se dice por allí.) Lo que sucede es que conjugó un inigualable
talento cinematográfico con la soltura del que anda por la vida sin culpas. Y dispuesto a
divertirse: cuando la muerte empezó a golpear a su puerta, lo que más añoraba el viejo
eran los pulmones y el hígado de antaño, capaces de soportar el tabaco y los dry
martinis que seguía deseando. El hombre ya había dejado atrás la barrera de los
ochenta. Pues bien: quítense 20 años a ese hombre, póngase en sus manos a la más
atractiva, pura y casta de las monjas y cualquiera (¡menos Franco!) podrá imaginarse lo
que hará.
El motor del film es la firme decisión
de la novicia Viridiana (la mexicana Silvia Pinal) de cambiar las rutinas del convento por
una práctica más activa de la virtud cristiana. De camino a realizar su anhelo concreta
un día una visita a la casa de su tío. Mañoso, amargo, temperamental, don Jaime es la
mejor de las muchas versiones de viejo choto aristocrático que Fernando
Rey compuso para Buñuel. La atracción que le despierta ese inconcebible cacho de
mujer envuelta en hábitos es un extraordinario desencadenante trágico. Don Jaime
volverá a sentirse joven, impecable, arrasador, aunque se lo verá más solo y decrépito
que nunca, como si el deseo le hubiera edificado un magnífico espejismo para su consumo
personal. El, que caminó su larga vida bajo el signo de convenciones acartonadas,
quebrará en una sola noche las reglas más elementales de cualquier moral. No revelaré
detalles del escandaloso hecho. Pero la "violación", en un sentido amplio, es
doble, y lo hiere más a él que a Viridiana. Las babas del tío, la insuperable
ingenuidad de la sobrina, sus irresistibles pechos (y esas piernas que no puede ver el
anciano pero sí el espectador) ponen a este tramo de la historia al servicio de una de
las habilidades esenciales del Maestro: la de combinar el patetismo con los trazos de
comedia de tal modo que se potencien ambos.
Lo que más le duele a Viridiana
son las culpas (parece cargar con todas las que esquivó Buñuel). No ve mancillado su
cuerpo, sino su espíritu. El mal paso del anciano habrá de confirmar así,
definitivamente, su decisión de ser para los otros. La alienación de este
pasaje precipitado, casi ciego, al reino de la beneficencia da una pauta de lo loco, de lo
absurdo... de lo otro, de eso que no tiene que ver con las necesidades del
prójimo y está detrás a
veces por delante de la
caridad. Viridiana es a la piedad cristiana lo que Apocalipsis ahora a
la guerra: un retrato minucioso de verdades hondas disfrazadas con razones falsas.
Viridiana, de aquí en más, procurará
transformar al "escenario del crimen" en el ámbito de su realización.
Convertirá a esa casa en un asilo que es en parte franciscano, ya que acoge a todos todos
los cirujas, indigentes y locos de la comarca... y al mismo tiempo un cotolengo sórdido,
cuya suerte está sellada por las demandas múltiples, fatalmente desbordantes, que supone
semejante fauna humana para las buenas intenciones de la protagonista. Los
harapientos constituyen un coro variopinto: los hay petisos, feos, sucios,
desgarbados, malhablados, increíblemente incultos. No así patéticos, una condición que
en el mundo de Buñuel (como en el mundo) va de la mano de las falsas apariencias y la
impostación. Y estos vagabundos no podrían ser más naturales. Buñuel era marxista (o
casi) pero no idiota. Siempre supo que la defensa de los pobres puede pasar por cualquier
lado menos por la compasión.
¿Y Viridiana? Lo suyo tomará la
forma de un calvario a dos puntas. Los cirujas por un lado, alternativamente víctimas y
victimarios jamás
beneficiarios de su
disposición. El desencuentro alcanza singulares picos (como la famosa "última
cena" en que abrevó Eliseo Subiela para su Hombre mirando al Sudeste) en
los que los intereses de los unos y los otros chocan, independientemente de las voluntades
de las partes. Aquí hay mucho más tragedia griega que en todas las versiones de los
textos clásicos que se han filmado últimamente. Por el otro lado están los burgueses.
Como Jorge, el primo apuesto, frío, inteligente, que se burla de la ridícula empresa de
Viridiana. Pero el personaje de Paco Rabal representa más de lo que es. Porta el cinismo
de los nuevos tiempos, el glamour hollywoodense (llamado a deslumbrar a la muchacha,
provinciana al fin) y la lógica cruda, pero contante y sonante, de las transacciones
comerciales. Su sola presencia magnificará la estrepitosa frustración de Viridiana y la
hará trastabillar, asomándola a las fauces de un destino aun más trágico e
irreversible.
Párrafo aparte merece Silvia Pinal. Si
bien se mira, se la verá asombrosamente parecida a otra platinada histórica: la
que compuso Kim Novak en Vértigo. En apariencia muy diversos, los papeles son
idénticos en determinado punto. Una trampa armada y desarmada por los hombres, ajena a su
naturaleza, las convierte en marionetas a ambas por un largo rato. El antológico final de
Viridiana vuelve a dar cuenta del arte sublime del aragonés: para burlar a los
censores españoles cambió cierta escena de sexo que tenía prevista por una partida de
tute cabrero... que vale por cuatro ménages a trois.
Guillermo Ravaschino
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