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    Si hay algo que se puede decir del director argentino Alejandro Agresti es 
    que se ha ganado, a lo largo de los años y con más de quince películas en su 
    haber, el título de autor con todas las letras. En otras palabras: es 
    un creador que concibe enteramente sus películas, que imprime rasgos 
    sobresalientes a su filmografía, que construye a través de los años una 
    visión del mundo que le es propia y con ciertas características que se 
    repiten y se resignifican obra tras obra. 
    
    
    Diálogos o escenas enteras improvisadas en bares o lugares muy porteños, la 
    cámara en mano algo “desprolija” que retrata a una galería de personajes 
    inconfundibles –generalmente desamparados, verborrágicos y solitarios– 
    interpretados por actores recurrentes en sus películas (Carlos Roffe, Mirtha 
    Busnelli, Mario Paolucci), pinceladas de humor y nostalgia al por mayor, y 
    cierta intuición (falta de guión, rapidez) con la que parece manejarse 
    Agresti a la hora de filmar, son sellos reconocibles en la obra de este 
    director. Sin embargo, y a pesar de la personalidad que aportan a sus 
    creaciones, estos rasgos no siempre le juegan a favor, o mejor dicho, no 
    siempre juegan a favor del film y, por ende, del espectador a quien están 
    destinados. Pero allí están, inconfundibles, como la marca indeleble del 
    cineasta que los ideó. 
    
    
    No faltan ejemplos en ambos sentidos –bueno y malo–. En Buenos Aires 
    viceversa (1996), estos recursos se congeniaban para conformar un 
    relato atractivo, sólido y emotivo de la ciudad y sus habitantes 
    fragmentados, perdidos. En Una noche con Sabrina Love (2000), en 
    cambio, los mismos recursos –junto a varias otras fallas– hicieron del 
    relato algo burdo, inconsistente e insoportable la mayor parte del tiempo. 
    
    
    Afortunadamente, la nueva película de Agresti (ya estrenada en España y en 
    el último Festival de Mar del Plata) está más cerca de Buenos Aires... 
    que de Una noche... Pero sus logros, esta vez, transitan por otros 
    caminos. De hecho, Valentín conserva el trazo de su director, por 
    supuesto, pero también se diferencia bastante de sus antecesoras. En 
    principio, es un relato mucho más clásico. Y se nota en la narración el 
    soporte de un guión elaborado con tiempo y dedicación. También hay esmero en 
    la puesta en escena, ya que la historia transcurre en los años ‘60 y esta 
    década se reconstruye a través del vestuario, los decorados, la música, 
    algunos objetos y hechos históricos. Aunque el fuerte del film siguen siendo 
    los personajes (y los actores) y esa compleja trama de relaciones 
    –familiares y amorosas, en este caso– que los une. 
    
    
    Valentín 
    es el nombre del protagonista (excelente Rodrigo Noya), un chico de ocho 
    años que relata algunos episodios de su vida como hijo casi abandonado por 
    sus padres y criado por su abuela (Carmen Maura, irreconocible y tan 
    acertada como siempre); sus gustos, su sufrimiento y sus anhelos. El film 
    nunca abandona su punto de vista, el cual es muy particular. Y no me refiero 
    a la visión deformada por los gruesos anteojos que usa el pequeño. Aunque es 
    verdad que sus ojos bizcos y sus lentes “culo de botella” pueden funcionar 
    como metáfora del mundo que construye para sí mismo: a veces tan lejano de 
    la realidad, la mayoría de las veces tanto más claro, sensato y adulto que 
    el de quienes lo rodean. 
    
    
    Por otro lado, Valentín no sólo mira sino que comenta todo el tiempo lo que 
    ve. El es el centro de la narración y su voz en off invade todas las 
    imágenes. Desde el comienzo, con su verborragia nos informa de varios hechos 
    importantes de su pasado más cercano (quién es su padre, cómo son las novias 
    que le presenta, con quién vive desde que su tía huyó de la casa y se murió 
    su abuelo, etc., etc.), al mismo tiempo que el film los ilustra cual cuadros 
    de historieta. Estas imágenes no tienen una función dramática, simplemente 
    nos sitúan en el presente de Valentín, preparándonos para lo que va a venir. 
    
    
    Y lo que va a venir tiene que ver con los personajes que rodean (conviven, 
    hieren, abandonan, aman) a este niño-grande. Esas criaturas que, más allá de 
    temas y formas, se revelan, una vez más, tan agrestianas como 
    siempre. La abuela quejosa pero amable, un papá ausente, afectivamente torpe 
    y algo violento (Agresti interviniendo como actor), un tío (Jean Pierre 
    Noher) del interior que sólo está de paso, la nueva novia de su padre 
    (Julieta Cardinali), también pasajera pero que cambiará el rumbo de las 
    cosas, un médico que se involucra con la familia (Carlos Roffe) y un vecino 
    muy particular. 
    
    
    Como en Buenos Aires viceversa, aunque con una estructura muy 
    diferente, en Valentín las situaciones también se van planteando por 
    parejas: el chico con la abuela, el chico con el amigo, el chico con el papá 
    o con el tío, el chico con la novia. Pero la historia de “Valen” con Rufo 
    (Mex Urtizberea), este bohemio con alma de niño que compartirá los juegos de 
    astronauta, las charlas sobre “minas” o la magia de un piano y hasta una 
    copa de whisky, merece una mención aparte. Cercana a la pareja del “Bocha” 
    (Nazareno Casero) y Daniela (Vera Fogwill) de Buenos Aires..., 
    quienes paseaban sus soledades por una ciudad que les era ajena, escena tras 
    escena la amistad entre los dos hombres se vuelve entrañable. 
    
    
    Valentín 
    –el film, el niño– nunca pierde el humor. Por “inocente” o por “demasiado 
    madura” para un chico de su edad, su mirada sobre la vida y sobre las 
    situaciones que le toca atravesar produce gracia, emoción e, 
    inevitablemente, identificación en el espectador. Desencantado, triste o 
    feliz, el pequeño siempre tiene un plan para salvarse o salvar a sus seres 
    queridos: como cuando quiere que Leticia se convierta en su mamá, o cuando 
    su abuela se enferma y debe conseguir un médico. Aferrarse a su optimismo le 
    permite creer, por ejemplo, que el hombre llegará a la luna tanto como 
    encontrar su vocación como escritor o inventarse una nueva familia. 
    
    
    La película es liviana, graciosa, conmovedora y, sobre todo, está bien 
    contada. Pero no es perfecta. Hay un par de escenas forzadas, que podrían 
    haberse omitido, como la que introduce el dato de época de la muerte del 
    “Che“ Guevara (el cura en la iglesia a la que asiste Valentín con su tío) o 
    la que explica el abandono de la madre (un desconocido en un bar le cuenta 
    la verdad al chico). 
    
    
    Es que Valentín es, finalmente, una película amable. Con su 
    protagonista (después de todo, Agresti confesó que se trataba de su propia 
    historia en muchos sentidos) y con el espectador (que esperaba un final 
    esperanzador para Valentín). 
    Yvonne Yolis      
    
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