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    Jonathan es un 
    coleccionista. No de cualquier cosa –o sí– pero de cosas relacionadas con su 
    familia: todo lo que junta (fotos, mechones de pelo, la dentadura postiza de 
    su abuela muerta) lo mete en bolsitas ziplock, que luego cuelga en 
    una pared abarrotada de bolsitas familiares. Por si desde el principio algún 
    distraído no lo nota, más tarde el director Liev Schreiber se encargará de 
    explicar que esta compulsión encierra el miedo de que todo se pierda; miedo 
    de perder la memoria, por otra parte, tema crucial para la cultura judía, 
    muy presente en esta historia. 
    
    Pero antes de que esto suceda, 
    tenemos a Jonathan junto al lecho de su abuela, quien antes de morir le 
    entrega una foto de su marido muerto años atrás: al dorso, un lugar, una 
    fecha y el nombre de una mujer. Acto seguido, lejos de allí, en Odessa, 
    Ucrania, una familia cena y discute como casi todas las familias del mundo. 
    El abuelo y Alex, el hijo mayor, son enviados a recibir a un turista 
    judío-norteamericano que paga en dólares para visitar el pueblo en el que 
    vivieron sus ancestros, que en eso consiste el negocio familiar. El 
    americano es, desde luego, Jonathan, que sube aterrado al pequeño auto 
    conducido por el abuelo, que dice ser ciego, junto a su “perra” guía de 
    nombre Sammy Davis Junior Junior (sí, dos veces Junior) y un muchacho que 
    debe tener su edad, alto y rubio, vestido como un negro del Bronx en los 
    ochenta. Así comienza un viaje para encontrar el pueblo que no figura en los 
    mapas, donde vivía la mujer que salvó de los nazis al abuelo de Jonathan. 
    
    Para su debut como director, 
    el actor Schreiber (Scream, El embajador del miedo) no se 
    privó de buscar inspiración en uno de sus favoritos, y es por eso que el 
    espíritu de Emir Kusturica sobrevuela el film en el absurdo, en el súbito 
    cambio de registro dramático, en una inevitable sensación de nostalgia 
    potenciada con el uso de la música como comentario. De todos modos, no hay 
    que restarle méritos (propios): el bueno de Liev eligió adaptar una novela 
    prestigiosa (“Everything is illuminated”, de Jonathan Safran Foer) y, según 
    dicen los que pudieron leerla, difícil de filmar; y con un elenco de 
    desconocidos europeos del Este, aunque encabezados por Elijah Wood 
    (entregado al cine independiente para sacudirse el fantasma de Frodo), que 
    tiene, por lejos, el personaje más unidimensional de la película. 
    Su 
    contracara y mayor hallazgo es, sin duda, el personaje de Alex (interpretado 
    por el cantante punk Eugene Hutz). Su inglés colorido, aprendido e inventado 
    sobre la marcha, se comprende aun si no se captan las sutilezas del idioma. 
    Los mejores momentos están a su cargo, en diálogos donde él “filtra” para el 
    cliente los comentarios ácidos del abuelo, mientras manifiesta su amor por 
    su versión libre de la cultura norteamericana. 
    En la 
    última media hora el film decae, con la inclusión de una especie de realismo 
    mágico ucraniano, un campo de girasoles y la abuelita de postal esperando en 
    la puerta de la casa... y demasiadas preguntas que quedan sin 
    respuesta. Pero incluso en estas escenas finales, se intuye en Una vida 
    iluminada la densidad propia de la literatura, y una riqueza a la que 
    muchos de los guiones que llegan a la pantalla grande no suelen siquiera 
    acercarse. 
    María José Molteno      
    
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