Dicen que el veterano José Luis Garci
(director de unas cuantas películas que hace un par de décadas hicieron capote
dentro y fuera de España, como Solos en la madrugada y Asignatura
pendiente) se dio el gusto de su vida con Una historia de entonces.
O que cumplió, de algún modo, con su propia asignatura pendiente: un
homenaje con todas las letras a cierto cine dorado yanqui, en el
que las historias fluian serenamente, las actrices y los actores eran
mimados no sólo por la cámara sino, y muy especialmente, por la luz, y
en el que las emociones –que no las balas– ocupaban el centro de la
escena. Nadie puede negar que lo concretó. Lo que sí cabe postular es
que el homenaje se le terminó yendo de las manos en metraje, y sobre todo
en énfasis.Promedia el siglo XX (y gobierna Francisco Franco) cuando Julia (Lydia
Bosch), una rubia delicada, hermosa, que anda entre los treinta y los
cuarenta y no deja de evocar en su figura a las heroínas de aquel cine
del que hablábamos antes, llega a una finca en la que supo pasar muchas
temporadas durante su niñez. Una casa y un pueblo español de provincias
de esos en los que el tiempo no parece transcurrir. Allí se reencuentra
con Pilara (Ana Fernández) y su niño, y con Tía Gala (Julia Gutiérrez
Caba), ya mayorcita, cuyas frases sabias, casi todas suspiradas, entonan
con la reposada armonía del entorno. Ambas quieren a Julia, y ella las
quiere a ambas, claro que la distancia que el tiempo impuso demandará
unas cuantas semanas (lo que dura el film) para que ese afecto se
reconfirme, se consolide, se actualice. Ya a poco de arribada Julia, Gala
desliza una idea que la pinta suscintamente. "Esa mujer lleva un
cadáver pegado al cuerpo." Se refiere al hombre que amó y que la
amó, o al "You are the one" (algo así como "Eres el amor
de mi vida") del subtítulo que Garci dispuso para el film: un
hombre de ideas, un militante atrapado en las rejas (y más que eso
quizá) de la dictadura franquista.
A medida que corre la cinta, dos historias que son reencuentros avanzan
entrelazadas: la de Julia con los olores y colores de su niñez; la de
Julia con aquel hombre al que amó en vivo y en directo y ahora
quiere aprender a amar en ausencia, tal vez –intuye uno– para juntar
las fuerzas que le permitan seguir adelante.
Hasta aquí todo marcha razonablemente, dentro de un marco emotivo que
vehiculiza el homenaje (con la impecable fotografía en blanco y negro de
Raúl Pérez Cubero, la iluminación –que no podría ser más clásica–
y las sobrias, siempre ajustadas actuaciones de todo el elenco) y, al
mismo tiempo, deja que el relato fluya con peso propio. Pero está
dicho: Garci se pasa de rosca.
A partir de un momento que sería imposible precisar matemáticamente,
pero que sobreviene dentro del último tercio del film, el director de Asignatura
aprobada (sí, también rodó esa, en 1987) empieza a atacar con
munición pesada. Cartas leídas, frases, caras, gestos, lágrimas,
melodías aterciopeladas, en fin: todo un pelotón apuntando sobre el corazón... del espectador. El problema
superficial está dado por la acumulación de recursos, que llega a tornarse grosera. El problema más hondo, empero, es que todos esos recursos
se apoyan en una suerte de regodeo; en un planteo en el que el
pasado, lejos de apuntalar el presente (o de servir como genuino bagaje
para el futuro), tira para atrás. Así, el amor platónico (o
elegíaco) terminará ganándole por goleada al otro, más contante y
sonante, la nostalgia se pondrá cursi, y hasta la muerte –idealizada,
mistificada, exacerbada– acabará sacándole varios cuerpos de ventaja a
la vida. De sexo, mejor ni hablar. Ni en acto, ni en palabra, ni en
esbozo, ni en recuerdo... ni en figuritas.
Con el homenaje a aquel cine ocurre lo inevitable: la vejestud
de los films proyectados en el boliche del pueblo acaba contagiándose,
pegándose a Una historia de entonces, y no hay melodía
jazzística (otro recurso muy empleado acá) que alcance para remontar la
cuesta. Ni siquiera las de Cole Porter.