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    Homosexualidad, SIDA y 
    sadomasoquismo como ejes temáticos de una película argentina. ¿No da, a 
    priori, un poco de miedo? El cine nativo convencional no ha dado muestras de 
    madurez a la hora de retratar problemáticas complejas, y menos aquellas que 
    implican a minorías (sexuales en este caso). Los más talentosos integrantes 
    del denominado Nuevo Cine Argentino, por su parte, suelen crear mundos 
    perfectos, pero paralelos a la realidad, y siempre enfrascados en sus juegos 
    narrativos relacionados con lo espacio-temporal. Sin embargo Anahí Berneri, 
    con Un año sin amor, vino a dejar en claro que se puede ser frontal y 
    duro sin perder la elegancia ni el pudor, y siendo totalmente personal en lo 
    formal. 
    Berneri 
    adaptó la novela autobiográfica del escritor Pablo Pérez, en la que narra a 
    manera de diario íntimo su viaje solitario en búsqueda del amor. Claro que 
    hay un par de datos relevantes: Pablo es HIV positivo, homosexual y su 
    camino de descubrimientos lo llevará hasta el circuito leather 
    porteño (aquellos que vestidos de cuero se azotan por goce). Con estos 
    tópicos uno no sabía qué esperar; los peligros estaban latentes. Aunque la 
    presencia del propio escritor en el trabajo sobre el guión aportaba un poco 
    de tranquilidad. 
    Lo primero 
    que salta a la vista en Un año sin amor es que no hay ningún elemento 
    que funcione como escandalizador; ni nada que resulte lavado y pulido 
    por corrección política. Pablo es expuesto sin dobleces en toda su 
    dimensión: el personaje es así, tal cual se lo ve. No hay indulgencia en la 
    mirada sobre él, ni una observación crítica sobre los placeres a que se 
    entrega. Esto permite que la película no se transforme en una historia con 
    moralina final. La cámara se dedica a seguir al personaje en su pesquisa 
    constante. Lo muestra rastreando posibles novios en revistas de contactos, 
    en sus visitas a cines porno. Pero también en las clases de francés que da 
    en su departamento para subsistir, o en los amenos encuentros con Nicolás 
    (Carlos Echevarría), su mejor amigo. 
    El tiempo 
    del relato es 1996, cuando gracias a los nuevos cócteles de drogas el SIDA 
    pasó de ser una enfermedad mortal a una crónica. Pero Pablo duda sobre cómo 
    funcionarán esos medicamentos sobre su organismo. Duda y escribe. La 
    elección formal típica en estos casos es la de la voz en off contando lo que 
    se redacta; un recurso que habitualmente termina siendo vulgar. Sin embargo 
    los apuntes que el escritor realiza sobre su propia vida aquí pierden todo 
    cinismo. Berneri entendió que la única manera posible de hablar sobre el 
    protagonista era mediante la utilización de su propia voz. 
    Es 
    fundamental que para la directora el SIDA, la homosexualidad y los latigazos
    leather sólo sean funcionales a la trama, y nunca se posicionen en el 
    relato como fines en sí mismos. Son elementos que sirven para contar la 
    historia, como el vestuario, el maquillaje y la utilería. Un año sin amor 
    no es una película sobre los gays, y si bien están claras las decisiones 
    sexuales de Pablo, en realidad el tema es la difícil búsqueda del amor y la 
    felicidad, agudizada, en este caso, por la cercanía de la muerte. "¿Podría 
    seguir escribiendo todo esto estando enamorado? Me apuro porque sospecho que 
    en el caso de enamorarme no podría seguir escribiendo...", se cuestiona el 
    protagonista, conocedor de que ciertas brechas en el alma sólo se abren bajo 
    los influjos de la soledad. El resto es goce, y a ese goce intenta 
    entregarse cuando decide participar de las sesiones de sadomasoquismo. 
    Todo lo que 
    podría haber estado mal en la película está bien y correcto. Las escenas en 
    el club leather están filmadas de manera sencilla, despojadas de todo 
    morbo. Pero atención: esa forma medida –y hasta pudorosa– de narrar, que es 
    el mayor acierto de Berneri, también es su peor defecto. Un año sin amor 
    es una película prolija y, sobre todo, honesta. Pero ese medio tono que 
    maneja, ese cuidado casi excesivo y cierta frialdad calculada que busca 
    evitar cualquier sentimentalismo impiden, o cuanto menos dificultan, que el 
    espectador se comprometa de lleno con lo que se le cuenta. Tal vez la 
    intención de la directora fue no jugar emocionalmente con su personaje. Y es 
    comprensible, teniendo en cuenta el material que tenía en sus manos y la 
    posibilidad latente de sensacionalismo... pero no estuvo del todo lejos de 
    que su película resultase apenas un viaje sin vida ni interés. Por suerte 
    contó con Juan Minujín en el protagónico, quien realiza una composición 
    compleja y sutil, entendiendo a su Pablo desde bien adentro. El actor nunca 
    cae en modismos ni tics, es totalmente creíble y su entrega es conmovedora. 
    Lo mismo, en menor escala, se puede decir del resto del elenco. 
    Sobre el 
    final hay un par de escenas que chirrían. En función de las formas 
    contemplativas de la historia no parecían necesarios esos apuntes que 
    reflejan el desprecio de la familia hacia el escritor (de hecho parecen 
    agregados al relato original). No obstante, Berneri maneja esos momentos con 
    el mismo registro, por lo que el exceso no resulta tan notorio. Un año 
    sin amor tal vez no sea la película definitiva sobre los temas que toca 
    –y seguro que no busca serlo–, pero no deja de ser un interesante espejo 
    para que el cine argentino, de cara al futuro, se mire y aprenda a contar 
    otras historias con esta elegancia. 
    Mauricio Faliero      
    
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