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PRIMER PLANORECOMIENDA

UN ANGEL A QUIEN AMAR
(Angel Baby)

Australia, 1995



Dirigida por Michael Rymer, con John Lynch, Jacqueline McKenzie, Colin Friels, Deborra-Lee Furness
.



La opera prima del australiano Michael Rymer se llevó casi todos los premios del Instituto de Cine Australiano (algo así como la Academia del Commonwealth). Está centrada en Kate (Jacqueline McKenzie) y Harry (estupenda composición del irlandés John Lynch), jóvenes que van por la vida con un pie a cada lado de la psicosis.

Se conocen a poco de empezar, en un grupo terapéutico. El se enamora primero, y una frenética persecución por las calles de Melbourne le sirve para conquistar a esa que se ha convertido en la chica de sus sueños. Poco después ya están viviendo juntos, lo que desencadena una serie de conflictos. ¿Cómo va a mantenerse Harry, que abandonó la comodidad del departamento de su hermano y a esa familia sana en cuyo seno, casi por inercia, su patología parecía desvanecerse? Los desafíos de Harry no terminan ahí. El será el hombre de la casa, con todo lo que ello implica para una casa como esta: deberá cargar con su propia locura y con la de su mujer, esa carita de ángel desfigurada por angustiantes rictus cada vez que los brotes la dominan.

Sin dejar de ser una película sobre locos (o más exactamente, borders), Un ángel a quien amar es una historia de amor con la que cualquiera podría identificarse. De allí proviene su inquietante, por momentos incómoda ambigüedad.

La pareja no sólo se consuma a expensas de los mentados beneficios económicos, sino de un tratamiento terapéutico que parecía muy bien encaminado para los dos. El pronto embarazo de Kate, con el que deciden seguir adelante contra la opinión de los médicos, los obliga a suspender la ingesta de psicofármacos "en bien del niño", cosa que los aproxima a un abismo insondable. El romance contra viento y marea, la indiferencia frente a los costos que debe pagar la pasión, el amour fou, en suma, hace las veces de un firme puente hacia la sensibilidad del espectador común (para el caso: no psicótico). Como si el film postulase que la llama que envuelve a Harry y Kate es la misma que crepita atrás de cualquier par de amantes "convencionales".

Otro puente es el extraño optimismo que rescata a nuestros enemorados (que no están estereotipados: se atormentan y sufren como cualquier loco que se precie) en los momentos de mayor ansiedad. Algo así como un brote de sanidad que los hace agitar los brazos como alas frente a otro abismo, el del West Gate Bridge, uno de los imponentes parajes de Melbourne, que siempre aparece como una ciudad ajena, como un marco desolador que aísla a la parejita. También hay una muerte gratuita, poco antes del final, que no llega a empañar a una película franca, directa, que se anima a esquivar el esquema de los locos-cuerdos y los cuerdos-locos que las producciones norteamericanas no han dejado de fatigar desde Atrapado sin salida, un film de 1975.

Guillermo Ravaschino