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LA ULTIMA PUERTA
(The Ninth Gate)

Francia-España-Estados Unidos, 1999


Dirigida por Roman Polanski, con Johnny Depp, Frank Langella, Lena Olin, Emmanuelle Seigner, Barbara Jefford, Jack Taylor, James Russo.



No hay un Roman Polanski, sino varios. Uno nos tiene acostumbrados a obras que convirtieron a la neurosis, la psicosis y la paranoia en excelsos materiales cinematográficos: Repulsión –el segundo y acaso más redondo de sus films–, El bebé de Rosemary, El inquilino y, entre los últimos, Perversa luna de hiel y La muerte y la doncella tienen que ver con él. Otro Polanski acumula títulos alegremente anodinos, como Qué?, de 1973, y otros que lo son en parte (no alegres, sino anodinos), como Cul De Sac, al que una vez citó como su favorito. Un tercer Polanski, más reciente, ofrece un puñado de películas "de encargo" que no reflejan su genialidad pero sí su oficio, pugnando por abrirse paso entre recetas formales y argumentos desafortunados. Ocurrió con Búsqueda frenética, y vuelve a suceder acá.

Todo empieza con otro encargo. El que lo debe ejecutar ya no es Polanski sino Dean Corso, el mercader de libros raros que La última puerta encomendó a Johnny Depp. Corso es tan raro como los libros antiguos que rastrea, compra (siempre a precio vil) y vende por fortunas: recatado, huraño, ciertamente estafador y sin embargo algo querible, tal vez por la pasión con la que se entrega a tan singular oficio. Uno de sus clientes, Boris Balkan (Frank Langella, quien supo interpretar a Drácula), posee una de las tres copias existentes de "La novena puerta", libro del 1700 consagrado a las invocaciones satánicas y, según leyendas, coescrito por el mismísimo Diablo. Balkan quiere que Corso viaje a Europa para rastrear el paradero de los otros dos volúmenes y compararlos con el suyo, ya que algo le dice que sólo uno de ellos es el original. Sólo Dios –o Lucifer– sabe cuál es el interés real de Balkan. Pero la oferta es millonaria y Corso acepta el desafío.

Los incunables que desfilan por la pantalla se conjugan con una compacta galería de personajes estrambóticos, tanto o más desvelados que el protagonista por las mismas reliquias, actualizando algunos viejos temas de Polanski. El puente es la obsesión. Y la escenografía, estupendamente diseñada por ese célebre escudero de Francis Coppola que es Dean Tavoularis, evoca más de un sugestivo clima polanskiano de otrora. Lo que resta es una larga (muy larga: el film dura dos horas y fracción) maratón por vistosas locaciones de Portugal y Francia.

Más allá de la gracia de unas pocas criaturas (hay dos hermanos libreros que recuerdan a los simpáticos Hernández y Fernández de las aventuras de Tintín), este paseo por Europa resulta engorroso. Tiene algo de James Bond: una condesa y ciertos ricachones levemente villanescos y, más en general, el plan turístico. Pero le falta la acción que, para bien o para mal, siempre acompaña a las hazañas de 007. Y que aquí no ha sido reemplazada por vuelo alguno del guión, aunque han sido tres, a falta de uno, los encargados de adaptar la novela original de Arturo Pérez-Reverte. Lo peor es la inclusión de Emanuelle Seigner (esa beldad que el viejo Roman tiene por esposa) como ángel guardián del protagonista. Especie de superpiba invulnerable, mal actuada, ensalzada por efectos especiales espantosos (llega a volar en cámara lenta), lo de Seigner no atenúa el tedio: lo aproxima a la ridiculez.

La última media hora depara algo de acción, pero no es de las mejores. El ritual de magnates satánicos ofrece menos, mucho menos de lo mismo que Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick. Y el clímax, que es a todo trapo, transpira una malignidad epidérmica, inverosímil, propia de las caricaturas terroríficas con las que suele castigarnos la televisión.

Guillermo Ravaschino      


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