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TU RIES
(Tu Ridi)

Italia, 1998


Dirigida por Paolo y Vittorio Taviani, con Antonio Albanese, Sabrina Ferilli, Luca Zingaretti, Giuseppe Cederna, Elena Ghiaurov.



No es la primera vez que los hermanos Taviani llevan al cine relatos de Luigi Pirandello. Ahí está Kaos (1984), un compilado de cuatro historias folklóricas con algo de leyenda (o de leyendas íntimas), que nació con vocación de miniserie televisiva de cuatro capítulos y, vueltas de mercado –que le dicen– mediante, terminó como una película de tres horas y fracción. No sé cuántas vueltas dio el mercado con Tú ríes, que sólo compila dos relatos de Pirandello (1867-1936), el segundo de los cuales fue estirado y combinado, o mechado, con un fragmento ambientado en la actualidad. El hecho es que el exquisito y proverbial "estilo" de estos cineastas no funciona como otrora, ni alcanza a disimular cierto desfase. El cine de los Taviani (Padre Padrone, La noche de San Lorenzo) tiene ciertamente algo de las búsquedas poéticas que varios críticos le descubrieron, aunque tal vez quepa agregar que dichas búsquedas no siempre han resultado fructíferas. Sus historias suelen desafiar el peso específico de unos textos muy redondos que –por eso mismo– no se prestan muy amablemente para la traslación al territorio de las imágenes. Paralelamente supieron, y todavía saben, sacar partido de los contrastes meteorológicos, lumínicos, de escenario (interiores y exteriores) y exprimir fotográficamente a los paisajes en bien de la contemplación, o flotación, del público. Pero dicho estilo, o clima, por momentos se sitúa por encima, y por tanto a contrapelo, de otros rasgos. Como la no siempre consistente evolución dramática y la convicción y la presencia, a veces demasiado endebles, de los personajes.

El primer capítulo de Tú ríes narra la historia de Felice, un cuarentón que fue barítono, y de los mejores, hasta que una dolencia cardíaca lo obligó a retirarse. Aunque su nombre pueda llamar a engaño, este hombre no tiene motivos para la risa. Su esposa, que no se enamoró de él como de su condición de exitosa figura operística, está al borde del hastío. Tampoco contribuye la rutina de empleado contable, con la que Felice se gana el pan en la Roma de los años treinta, impregnada de un fascismo que aparece como un dato tangencial, sutil, al compás de ciertos elementos repugnantes de la clase media. La cuestión es que Felice no se ríe jamás... salvo en sueños. Para mal del matrimonio, ya que su mujer le sospecha fantasías o recuerdos eróticos (no con ella, por supuesto), y para su propia desgracia, ya que nunca alcanza a evocar el motivo de esas alegrías inconscientes. Lo mejor de este episodio está en su movimiento paulatino, incluso imperceptible, hacia el terreno de los cuentos misteriosos o fantásticos. Unas imágenes empiezan a invadir tenuemente la vigilia del protagonista, insinuando la explicación del extraño fenómeno que lo aqueja, convirtiendo al hombre en el objeto de una rara mutación, que lo lleva a abrazar dos causas extremas (el asesinato y el suicidio) y a fatigar diversas geografías en un breve lapso. Ya al borde del mar, se producen dos reencuentros trágicos (truécanse en fatales desencuentros) sobre los que no es dable abundar. No están exentos de vigor ni de belleza fotográfica, y les sobra melancolía. Pero la explicación del sueño peca de simplificadora. Y a Antonio Albanese, nuestro Felice, le falta convicción.

La segunda instancia transcurre al pie del monte siciliano y se nutre de dos secuestros separados en el tiempo. El de un chico por un hombre, en la actualidad, deja paso al de un anciano sabio por unos campesinos rústicos, ocurrido cien años antes. Más allá del sugestivo paisaje y la delicada banda de sonido que los amalgaman, el denominador común es algo parecido al "síndrome de Estocolmo": el afecto –aunque aquí con serios límites– que surge poco a poco entre secuestrados y secuestradores. Pero el montaje no ayuda, ya que algunas cosas suceden con demasiada velocidad, mientras que otras se estancan inopinadamente. No es tarea fácil sobrellevar estas dos líneas dramáticas. Mucho menos, justificar su ligazón.

Guillermo Ravaschino