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¡TODO O NADA!
(The Full Monty)

Gran Bretaña, 1997



Dirigida por Peter Cattaneo, con Robert Carlyle, Tom Wilkinson, Mark Addy, Paul Barber, Hugo Speer, Emily Woolf.



La desocupación no es un tema nuevo, mucho menos en Inglaterra, donde no ha dejado de nutrir titulares desde el primer gobierno de Mrs. Thatcher. Pero en los últimos tiempos el cine británico se ha concentrado más que nunca en este flagelo, al que le ha dedicado una serie de películas que parecen todas salidas del mismo molde. Es un auténtico subgénero del cine social inglés caracterizado por dos rasgos salientes. La apoyatura en estructuras dramáticas de corte hollywoodiano –es decir, esencialmente previsibles– combinadas con moderadas dosis de humor y gags. Y la elección de líneas argumentales exóticas, hijas apenas disimuladas de cierto escepticismo político finisecular. Así, en lugar de librar luchas sindicales dentro o al margen de las estructuras, los proletarios deciden montar una hamburguesería ambulante (The Van, de Stephen Frears, que aquí fue estrenada directamente en video) o canalizar sus impulsos combativos soplando los vientos de una orquesta pueblerina (Tocando el viento, de Mark Herman). Una mirada superficial incluiría a The Full Monty (porteñamente rebautizada ¡Todo o nada!) dentro de la misma categoría, pero lo cierto es que la ópera prima de Peter Cattaneo invierte los términos de la ecuación.

De entrada nomás, el guion de Steven Beaufoy (una de las cuatro candidaturas al Oscar que recibió la película) se encarga de reemplazar lo exótico por lo absurdo. Una acería de Sheffield cerró sus puertas, y entre el tendal de obreros que quedaron en la calle hay una media docena que se encolumna detrás de una idea singular: formar un grupo de strippers masculinos, en el estilo de los famosos Chippendales (y de los patos vicas del Golden local). El asunto es que no hay nada más alejado de los apolíneos patrones del desnudismo danzante que los desocupados en cuestión. Desde el que es petiso y raquítico hasta el que vive obsesionado por su obesidad, pasando por el anciano y por el que no puede dar medio paso de baile, todos parecen haber nacido para otra cosa. Lo que les sobra es histrionismo, amén de un cúmulo de cualidades que hacen de cada uno de los Full Monty (que quiere decir algo así como "hasta las bolas") un personaje de carne y hueso, identificable, distinto de los demás. Ahí está Gaz (Robert Carlyle, el de Trainspotting), padre separado, que arrastra una relación difícil con su hijo, ante el que se abochorna cada vez que intenta conseguir dinero infructuosamente. Dave, su mejor amigo, es ese gordo inseguro que se atormenta inventándole amantes a su mujer. Gerald, que fue capataz de los otros en la acería, hace seis meses le oculta su condición de desocupado a su esposa, mientras ella usa y abusa de la tarjeta de crédito. Lomper, en tanto, cuenta al suicidio como el último eslabón en la cadena de intentos frustrados que constituyen su vida gris.

The Full Monty es eso: gente como la gente, en circunstancias como las que vive la gente... con una idea que nunca, a nadie, se le podría ocurrir. De allí proviene su espesor dramático –el desarrollo de las subtramas es amplio, denso– y su generoso despliegue cómico, que no se asienta en gags forzados sino en la base ridícula de la situación. A diferencia de sus aparentes compañeras de rubro (con las que hay que decir que comparte cierta cuota de previsibilidad), The Full Monty empieza por no tomarse en serio a sí misma, lo que despeja el panorama de peligrosas alegorías y de cualquier vestigio de "corrección política". Su veta seria, que la tiene, viene de yapa y discurre con la fluidez de los procesos naturales. Aquí hay lugar para que un obrero desesperado se conchabe como vigilador sin que eso implique traición alguna (antes bien, su propia naturaleza lo tornará incompatible con el rol), y para que la tragedia social moderna, como en la vida real, fusione al supervisor con sus antiguos subordinados. La capacidad para levantarse de las caídas, la vocación de empezar de nuevo, el combate incansable contra las circunstancias agrias se perfilan como la sutil metáfora de la historia que se clausura con los culitos al aire, meneándose al son de "You can leave your hat on", especialmente versionada por Tom Jones para la película.

Guillermo Ravaschino