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LA SOMBRA DEL VAMPIRO
(Shadow Of The Vampire)

USA-Inglaterra, 2000


Dirigida por E. Elias Merhige, con John Malkovich, Willem Dafoe, Cary Elwes, Eddie Izzard, Udo Kier, Catherine McCormack.



El clásico del expresionismo alemán Nosferatu, dirigido por F. W. Murnau en 1922, es sometido a un nuevo proceso de revisión que empalma con una tendencia de los últimos años. Esta parece renegar del método vampirizador de las remakes y quiere desviarse hacia una cierta labor investigativa que atraiga a las salas de cine a un público que no querría ver la nueva versión de una vieja película, sino el original mismo. Eso ya les ha ocurrido en tan apenas cinco años a otros clásicos como Roma, ciudad abierta, con la película Celuloide, del veterano Carlo Lizzani, o a El ciudadano con el telefilm RKO 281 que en algunos países también se pudo ver en la gran pantalla.

La sombra del vampiro se inscribe directamente en esta nueva corriente por adherir a todas y cada una de las constantes de, al menos, los títulos citados. Se trata de una película cuyo punto de partida ofrece al espectador tal cantidad de preconcepciones –derivadas de sus propios conocimientos históricos– y posibilidades que resulta imposible no extraer de su desarrollo comparaciones con la película cuyo rodaje trata de reconstruir. Se trata de un proceso desmitificador que no se presenta como necesario para el cine ni para los aficionados, cuyo alcance es muy limitado, en tanto que el terror es mayoritario al cine en blanco y negro (ya no digamos mudo, como el caso de la obra maestra de Murnau), y cuyos armazones narrativos por ahora no soportan compartir absolutamente nada, ni siquiera una excusa, con los títulos a los que pretenden homenajear o acercar a un público más vasto. En La sombra del vampiro su director, E. Elias Merhige, propone un argumento que se desinfla en proporción a la reducción de las expectativas del cinéfilo, por definición tan culto en materia de películas como el que se haya propuesto la tarea de revisitar el rodaje de Nosferatu.

El punto de partida es la suposición de que el huesudo protagonista de aquel film, Max Schreck, que encarnó con un realismo feroz al conde Orlock (los herederos de Bram Stoker no quisieron vender los derechos de Drácula), pudo haber sido ciertamente un vampiro auténtico. Idea que retoma una premisa que la mística hollywoodense ya había adjudicado a Bela Lugosi, el conde Drácula de la Universal de los años treinta, este punto de arranque se convierte en la única oferta contante y sonante que termina planteando la película de Merhige. Muy en segundo plano quedarán en cambio las pinceladas sobre la drogadicción de Murnau, su ambigüedad sexual –retratada puntualmente al principio, pero olvidada a continuación–, la naturaleza de la relación entre el director y Schreck, el terror que impregna al fervor religioso de los habitantes de la zona en la que se rodó la película y tantas otras posibilidades que naufragan en una propuesta vaga, difuminada, desaprovechada.

Consciente de las limitaciones del guión que tenía entre manos, Merhige procuró hacerse notar lo menos posible, desplazando el peso de la película sobre el histrión que propone Willem Dafoe en su actuación nominada al Oscar, introdujo algunas secuencias de la película original, ensayó alguna copia de las mismas (y falló en casi todas, especialmente en la terrorífica silueta contrapicada de Schreck caminando por la cubierta del barco) y pasó de puntillas por la política financiera en la época de la película así como por su sistema de rodaje, del que sólo termina contando que incluía equipos muy reducidos con batas blancas y gafas oscuras, que había que girar una manivela para hacer funcionar el tomavistas y que si quieren saber algo sobre la primera y más brillante versión cinematográfica de Drácula... no hay más que acercarse a la película de Murnau.

Rubén Corral     

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