“Ningún entierro es cualquier entierro. Ningún hombre es cualquier hombre.”
Olga Arédez lo sabe desde el día en que desapareció su marido. Como en la
leyenda que recorre los campos de Jujuy, que dice que “hay hombres que son
tragados por la tierra antes de la cosecha para que ésta sea buena”, el Dr.
Luis Arédez desapareció repentinamente, nunca fue encontrado, ni pudo ser
enterrado por sus seres queridos. Y aunque su ausencia nada tiene que ver
con aquel mito campesino, su vida y su muerte estuvieron íntimamente
relacionadas con la historia de esa provincia, con esas tierras azucareras,
sus trabajadores y sus gobernantes. Sol de noche es la historia de
Olga y Luis. Pero para contar qué hizo este médico (junto a su mujer) en el
noroeste del país, por qué luchó por los que menos tenían y cómo fue
desterrado por los poderosos de turno y desaparecido por la última
dictadura militar, el film debe hablar de una región entera, de su
idiosincrasia y de los intereses económicos que estaban en juego en el
territorio del ingenio Ledesma.
A partir de
allí, y guiada por la voz en off de un narrador–que es el periodista Eduardo
Aliverti (también productor ejecutivo de la película)–, Sol de noche
va intercalando los hechos históricos con los aspectos más personales de sus
protagonistas. La Historia en primera persona resulta más poderosa y
elocuente que la Historia en general. Por eso, en Sol de noche
se decide hablar de la represión genocida de los militares argentinos desde
la trágica “Noche del apagón” de Ledesma (en la que se llevaron a 400
pobladores para torturarlos), y de la vida de Luis desde el recuerdo de
Olga. Cómo ella lo acompañó y apoyó durante años, cómo se quedo sin él. Cómo
marcha sola cada jueves, desde hace más de veinte años, por la plaza del
pueblo Libertador General San Martín, con su pañuelo blanco (el que
identifica a las Madres de desaparecidos) y su pancarta. Es su forma de
lucha y de recuerdo. La imagen más potente y conmovedora del film.
El film está
dividido en seis capítulos titulados “Olga y Luis”, “Olga y sus hijos”,
“Luis”, “Golpe de Estado”, “Democracia” y “Olga sola”. En cada uno de ellos
se hace hincapié en una parte de esta compleja trama en la que se mezclan la
vocación de Luis Arédez por ayudar a los habitantes desprotegidos, la
presión de la poderosa empresa dueña de la mitad de la ciudad para mantener
su imperio feudal, y el plan de aniquilamiento de la dictadura.
Pocos relatos
alcanzan para sintetizar y contraponer las diferentes posturas: Olga, por
supuesto, que fue partícipe de cada acto y va reconstruyendo los hechos en
los que se vieron involucrados ella y su marido. Dos de los hijos del
matrimonio Arédez, cuyos recuerdos aportan una gran cuota de emoción. El ex
gerente de Relaciones Públicas de la azucarera Ledesma, del que basta
escuchar dos o tres frases pronunciadas con orgullo o desdén, tales como
“hay que saber coimear“, “yo eché a más de 10 mil hombres” o “era un
mediquito zurdo”, para comprender el pensamiento siniestro de la empresa
a la que representa. Y el cura del pueblo, un español con pensamientos
retrógrados para el que todos eran “comunistas”, que pondera a la cárcel
porque “allí a Luis le enseñaban la Biblia y el amor a la sociedad”, y que
afirma sin despeinarse que “los hijos de los que iban a llorar a la iglesia
desaparecían por la mala educación que les habían dado los padres”.
A los
testimonios y entrevistas se suman otros dos recursos propios del formato
documental. Las fotos familiares, cuando media el relato y urge la necesidad
de ponerle un rostro al doctor Arédez. Y las imágenes de archivo, que
recuperan algunos momentos muy puntuales como el primer comunicado del
dictador Jorge Rafael Videla, el 24 de marzo de 1976, o la asunción
presidencial de Raúl Alfonsín, en 1983. Del pasado al presente, algunas
escenas se reiteran, se completan y se van resignificando a lo largo de la
película: las que ilustran los preparativos de la marcha que lidera Olga,
cada aniversario del “Apagón”, y las vistas panorámicas del Ledesma, con sus
incansables chimeneas de humo.
La de Olga y
Luis es una historia dura, pero Sol de noche está construida y
narrada de tal manera que su efecto es lento, acumulativo y, por cierto,
contundente al fin. La película es franca, comprometida con lo que cuenta,
no escamotea la verdad pero tampoco golpea sino de manera sutil, fuerte pero
nunca inesperada, efectista o con golpes bajos. Para lograrlo, Sol de
noche va de lo general a lo particular: comienza adentrándose en el
trabajo de los zafreros de Jujuy, describiendo, por ejemplo, el olor
insoportable de la caña de azúcar de la ciudad; para terminar relatando la
desaparición de Luis y la lucha, muchas veces solitaria, de Olga.
Hay varios
logros más en este segundo largometraje documental de Pablo Milstein y
Norberto Ludin (Malajunta, 1996). La música original de Pablo Green y
Julio Kladniew, que ilustra con sus melodías momentos de miedo, tensión o
simplemente un hecho en particular o un lugar. Y la voz en off, cuyos textos
son claros, sencillos: el escritor Marcelo Birmajer supo darles forma para
que no dijeran ni una palabra de más ni de menos, y para cargarlos de
sentido y emoción.
Decisiones
estéticas aparte, el mayor acierto de los directores es haberse acercado a
esta historia –que no deja de tener vigencia con tantas heridas aún
abiertas–. Habernos acercado a Olga, a su vida y a su presente, tan
particular, tan ligado a su pasado y a Luis.
Yvonne Yolis
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