HOMEPAGE
ESTRENOS
VIDEOS
ARCHIVO
MOVIOLA
FORO
CARTELERA
PRENSA
ACERCA...
LINKS















SIETE AÑOS EN EL TIBET
(Seven Years In Tibet)

Estados Unidos-Francia-Inglaterra, 1997


Dirigida
por Jean-Jacques Annaud, con Brad Pitt, David Thewlis, Victor Wong, Sonam Wangchuck, Duncan Fraser.



Cambia, todo cambia. Hasta las recetas para edificar un bodrio cinematográfico cambian. Hace medio siglo alcanzaba con montar un largo romance lacrimógeno, fotografiar imponentes escenarios naturales como telón de fondo y cerrar trato con un par de stars. Hoy, además, es necesario incorporar ciertos temas de fondo –cuantos más, mejor– y tratarlos con la ligereza que hizo famosos a los manuales Kapelusz. Observando al pie de la letra, eso sí, el decálogo de la corrección política. Siete años en el Tibet cumple con todos los requisitos.

Inspirado en la autobiografía de Heinrich Harrer, el film de Jean-Jacques Annaud (El amante, El nombre de la rosa) arranca en las altas cumbres del Himalaya. Corre 1939 y Heinrich (Brad Pitt) se dispone a desvirgar la cima del Nanga-Parbat en nombre del orgullo hitleriano. Una frase del propio Annaud da una pauta del segmento alpino de la producción: "un montañista es un egoísta que da cualquier cosa por llegar a una cumbre difícil". Pero estalla la segunda guerra, y el "egoísta" cae en manos de los ingleses, amos de la India por aquellos años. Previsiblemente, Heinrich empezará a templarse en la solidaridad y otras cuestiones en el campo de prisioneros Dahra-Dun. Para entonces nace Rolf, su primogénito, y el intercambio epistolar sugiere que su esposa se ha enamorado de otro.

Hasta aquí Siete años en el Tíbet es poco más que una comedia leve. Fugados de los ingleses, Heinrich y su colega Peter (David Thewlis) se pasean por los techos del mundo como Panchos por su casa, aunque no tienen dinero ni comida. En esto están como la película, que vaga sin rumbo tras una hora larga de proyección. Pero llega cierto invierno (el sexto) y las cosas empiezan a encaminarse. ¡Para qué! Comienza un nuevo film dentro del film, destinado a ensalzar las virtudes del budismo con los peores vicios hollywoodianos. Lhasa, nada menos que la ciudad prohibida del Tibet, no sólo acoge a los foráneos sino que se adapta a ellos. Les consiguen ropas fashion, les hablan en inglés (o en "alemán", porque todo está dicho con acento), ungen a Pitt como primer consejero del Dalai-Lama, un niño de 6 años al que toma de hijo... con todas las alegorías correspondientes.

Esta etapa, que por momentos puede verse como una caricatura pretenciosa de las aventuras de Tintín, no se priva de convertir a Pitt en un superhéroe de cartón: el carilindo arreglará automóviles, construirá una radio y un microcine, educará al Dalai, será un agrimensor eximio... Todo parece too much cuando, ya convertido en prócer, Pitt logra que los monjes bailen el twist. Y sin embargo hay más. Llegan los generales chinos. Petisos, gordos, con cara de perro y peores modales, vienen de parte de Mao para arrasar con todo. Ni los años más duros de la guerra fría se permitían villanos de trazo tan grueso. En fin: sépase que los años son mucho más que siete, y que el paseo turístico no termina aquí. Culminará mucho después, a caballo de un happy ending como Dios manda, con el arrepentimiento, la redención, el orgullo y otros sentimientos plenos arriba de la montaña. Y eso que en la cumbre no hay mucho espacio.

Guillermo Ravaschino      

ARTICULOS RELACIONADOS:
   >Crítica de La copa