| Los cineastas más 
    interesantes no son siempre los que cumplen sus proyectos al pie de la letra 
    sino los que terminan haciendo otra cosa. Tal es el caso de Nicolas 
    Philibert, quien convirtió sus ganas de hacer algo con el aprendizaje en una 
    película que va mucho más allá de tizas y pizarrón.
 
    Ser y 
    tener 
    comienza temprano con el contrapunto de un afuera áspero –vacas arriadas por 
    hombres y mujeres en medio de una tormenta de nieve– y el interior extático 
    de un aula vacía. O mejor, con una camioneta cargada de niños semidormidos 
    que avanza rauda por caminos escarchados y dos tortugas que se arrastran 
    perezosas dentro de la clase buscando refugio antes de la llegada de los más 
    pequeños. Aunque, ¿quién podría asegurar que las tortugas son perezosas? 
    Nicolas Philibert, para quien el tiempo más que una carrera de velocidades 
    es la respiración pausada y hasta morosa del crecimiento, seguramente que 
    no. El 
    esfuerzo de haber visitado más de cien escuelas de este tipo 
    –establecimientos de un aula única en donde se enseñan todos los niveles– 
    no fue en vano ya que el realizador dio, sin lugar a dudas, con el 
    "laboratorio" ideal: un espacio amplio y luminoso en donde se pudo 
    prescindir del empleo de luz artificial, un número reducido de alumnos –no 
    más de quince– 
    para posibilitar la fácil identificación de cada uno de ellos, un rango 
    amplio de edades –desde infantes de guardería hasta niños que están por 
    pasar al secundario– 
    y un hombre de unos 55 años que luego de haber trabajado nada menos que 35 
    se halla al borde del retiro: "Monsieur 
    López". Si bien el film no descansa exclusivamente en la figura de este 
    educador, la verdad es que su autoritarismo púdico de monje zen da a la 
    construcción un aura de singular sutileza. Como en 
    tantos films en los que no se trabaja con actores (Robert Bresson lo sabía 
    bien) el efecto de realismo es, valga la redundancia, mucho más verdadero. 
    Más aun tratándose de niños, entre los cuales los más chicos, como bien 
    reconoce Philibert, seguramente nunca hayan entendido de qué se trataba todo 
    aquello. Sin embargo la cámara no se abusa de esta fragilidad sino que, muy 
    por el contrario, mantiene una distancia prudente, sobria, incluso en los 
    momentos de dramatismo en que los chicos confiesan alguno de sus problemas 
    personales. El 
    montaje alterno que intercala exteriores con interiores de clase brinda al 
    espectador el recreo que también los niños necesitan. Los dictados con sus 
    abismos entre palabra y palabra, la tensión de la muñeca al trazar una 
    primera letra que poco se parece a su modelo, el silencio infinito de la 
    respuesta ignorada que exige el maestro no siempre remiten a los días más 
    felices de la infancia. Arboles 
    enfundados en nieve, vacas que miran fijo a cámara, cocinas estrechas en 
    donde los padres, las más de las veces inútilmente, intentan ayudar a sus 
    hijos en la tarea escolar son el contrapunto ideal para lograr una pintura 
    justa de este pueblo de montaña. No hay televisión, radio, diarios, ni nada 
    durante los 104 minutos de película que conecte con algo más allá de las 
    cadenas de piedra. A nadie parecería importarle realmente lo que pudiera 
    suceder en otra parte. Y las vacaciones, como dicen los niños, ¿por qué 
    tendrían que ser mejor en Tahití? 
    A medida 
    que se acerca el final del film, y de las clases, se instala el verano y con 
    él todo se vuelve más exterior, más desaprendido: ventanas abiertas, 
    lecciones al aire libre, una excursión... Parecería que el maestro supiera 
    bien cómo prepararse para la despedida. Y llega el último día y la hora de 
    dejarlos ir, como en toda enseñanza que se jacte de saludable; y Monsieur 
    López no necesita soplar hacia adentro para que a todos nos quede claro que 
    está triste. Débora Vázquez      
    
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