En la filmografía del 
    argentino Adolfo Aristarain hay unos cuantos tópicos que se reiteran; entre 
    ellos, la búsqueda constante de los personajes, que procuran hallar “su 
    lugar en el mundo”, hallarse. Con aquella película llamada justamente Un 
    lugar en el mundo (1992), el director inicia su propio peregrinaje: el 
    real, concreto, que lo lleva de la Argentina a España y viceversa para vivir 
    y para filmar, sumando experiencias, actores, lugares y temáticas 
    diferentes; y otro, que tiene más que ver con el estilo, que desemboca en un 
    cambio rotundo en su estética cinematográfica.
    Cuando hace dos años Ariel 
    Leites comentó en estas páginas el estreno de Lugares comunes (2002), 
    estableció concisa y esquemáticamente que la primera parte de la obra de 
    Aristarain está más abocada a la relectura de los géneros del cine clásico 
    estadounidense (La parte del león, Ultimos días de la víctima,
    La ley de la frontera), y la segunda etapa se vuelca hacia relatos de 
    carácter intimista, narraciones sustentadas básicamente en la palabra, como
    Martín (Hache) (1997), la propia Lugares... y, ahora, Roma. 
    El 
    alter ego de Aristarain esta vez ha resultado un escritor. Joaquín Góñez 
    (José Sacristán) es un argentino radicado en España, un solitario, algo 
    cascarrabias pero bueno en el fondo, dispuesto a retirarse de la vida 
    pública pero no sin antes cobrar el dinero de su último libro... no escrito 
    aún. Y aunque confiesa que no tiene idea de por dónde empezar y que sus 
    primeros libros siguen siendo  los mejores porque "allí todavía tenía algo 
    que decir", se dispone a desarrollar su autobiografía. 
    Esta será la excusa para entablar relación con el joven periodista –también 
    aspirante a escritor– que tipea sus manuscritos (Juan Diego Botto), para 
    repasar más de medio siglo de vida y reencontrarse con la figura de su 
    madre, la famosa Roma. 
    Roma,
    el film, 
    seguramente no será la última realización del director de Tiempo de 
    revancha. Tampoco sabemos con exactitud –ni importa– cuánto de la 
    verdadera historia de Aristarain hay en ella. Pero en la personalidad del 
    protagonista se adivinan algunos rasgos del cineasta, y también aparece su 
    barrio natal, Parque Chas, junto a un catálogo de gustos personales sobre 
    música y autores literarios: de Brahms a Coltrane, de Stevenson a Hemingway. 
    Lo que sí se puede comprobar, definitivamente, es que las primeras películas 
    de Adolfo Aristarain siguen siendo las mejores. 
    Góñez 
    comienza a escribir, y el film se va construyendo en torno de los episodios 
    de su vida que decide narrar. Del presente al pasado (con largos y numerosos
    flashbacks que a veces sólo se insertan para acotar algo o explicar 
    por qué se ha salteado tal etapa), el escritor elige contar 
    cronológicamente, desde la infancia hasta la juventud, los hechos que lo 
    marcaron como persona, pero fundamentalmente como hijo de esa madre 
    increíble que le tocó en suerte. 
    La 
    historia, precisamente, está sustentada en la figura de esa madre. No sólo 
    porque en la ficción ella es la que cuida, guía y aconseja a su hijo para 
    convertirlo en un hombre de espíritu libre y alma bohemia, apañándolo 
    para que encauce su vocación de escritor, se enamore y viaje por el mundo 
    (aunque él no tenga dinero y ella se quede sola o se muera de pena). Sino, 
    también, porque el trabajo de Susú Pecoraro en el papel de Roma es central e 
    irreemplazable. 
    La producción, la 
    fotografía, la música son impecables, y las otras actuaciones (Sacristán, 
    Garzón, Villamil, Ghione) no desentonan. Pero Roma vuelve a 
    privilegiar los diálogos sobre la imagen y esto, más que sumar, resta fuerza 
    a la narración. Cuyo protagonista, por lo demás, la mayor parte del tiempo 
    hace las veces de un espectador de su propia vida, alguien que no logra 
    involucrarse demasiado ante la muerte, el sufrimiento de su madre, el amor o la política (con la que flirtea). Y que, por ende, hace difícil la 
    identificación del verdadero espectador, quien se aburre más de lo que se 
    emociona. 
    Yvonne Yolis      
    
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