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NOI, EL ALBINO
(Nói, Albínói)

IslandiaAlemania-Inglaterra, 2003


Dirigida por Dagur Kári, con Tómas Lemarquis, Prostur Leó Gunnarsson, Elín Hansdóttir, Anna Frioriksdóttir, Pétur Einarsson.



Antes de esta película, Islandia y el cine eran dos paralelas que por esas cosas del azar se habían tocado en la esquina de La sombra del cuervo, un film de 1988 dirigido por un tal Hrafn Gunnlaugsson que no se ha borrado de mi memoria pese a su callada aunque injusta reclusión en el olvido popular. Dicha historia de guerreros primitivos comparte con Nói, el albino la misma trágica objetividad, sólo que mientras esta la disimula con evidente buen gusto bajo la apariencia de algo que podríamos llamar –a falta de una denominación más precisa–comedia kierkegaardiana, aquella se valía de las convenciones de la épica para zambullirse de lleno en las heladas aguas del humano destino mortal con serena despreocupación. “Los que van a morir te saludan (con una sonrisa en los labios)” o “mato, cantando”, que es lo que cantaban ciertos aborígenes de Norteamérica antes de ir a matar(se). Si todo esto tiene un aire demasiado borgeano es porque la cultura de Islandia, como tantas otras, llegó a muchos de nosotros de la mano de Borges y sus paseos por los laberintos de las literaturas primitivas, con sagas y kenningars (metáforas formales que los poetas de aquellas tierras usaban para dar por sobreentendidos ciertos significados) incluidas. Si hasta creo recordar que el director de La sombra del cuervo mencionaba la influencia de Borges en su película.

Las kenningars de Nói, el albino serían las de la comedia clásica, pero carcomidas por la descreencia en el cine de género tradicional, erosionadas por el absurdo de un mundo cuyo sinsentido supera incluso al de la ficción más alocada. Lo que da como resultado una secuencia tan hermosa como la del joven Noi subiéndose al techo de la casa de Iris (¿Su novia? ¿Su amiga? Su compañera de tedio) para encontrarse con el padre de la chica, y que si se resuelve de un modo ligeramente distinto al convencional es por la variación en el tempo de la escena. En esta película se dan cita, varias veces y a la vez, la abulia simpática de 25 Watts (sólo que un poco más solitaria y menos barrial) con el costumbrismo irónico pero tierno de las películas del checo Jiri Menzel (especialmente Mi dulce pueblito).

Si Islandia le parece a Noi una escupida (al verla en un museo, sobre un mapa luminoso en el que uno de los pocos países no iluminados es el que ellos habitan), su pueblo (pocas casas, poca gente, una sola librería-videoclub, su escuela secundaria con menos estudiantes que maestros... y su vida, con abuelo y padre taxista pero sin presencia materna) debe figurársele como la más insignificante burbuja de esa escupida. Lo peor, quizá, sea la nieve. Esa sensación que transmite de que todo es igual: callado, silencioso, eterno. Every land at earth is the ice land.

Pero Dagur Kári (de quien se anuncia una película en Estados Unidos con Tom Waits para el año que viene) tiene la deferencia de no gritarnos esas desazones en la cara. Ni el repentino, desalentador, suceso del final es un énfasis. No hay manipulación dramática en él –o no hay una lectura moral del hecho–, pues la naturaleza no tiene intencionalidad, ni podemos atribuírsela so pena de ostentar toda la precariedad de nuestra posición. Por eso Nói, el albino prefiere terminar con un plano fijo estereotipado y publicitario de edénica felicidad (parecido en su diseñada y plana superficialidad al par de afiches de mujeres desnudas que ciertos personajes tienen pegados en las paredes de sus cuartos) que, imprevista y discretamente, se anima a dejarnos, al menos, con el recuerdo de la fe en los ojos.

Marcos Vieytes      


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