Antes de esta
película, Islandia y el cine eran dos paralelas que por esas cosas del azar
se habían tocado en la esquina de La sombra del cuervo, un film de
1988 dirigido por un tal Hrafn Gunnlaugsson que no se ha borrado de mi
memoria pese a su callada aunque injusta reclusión en el olvido popular.
Dicha historia de guerreros primitivos comparte con Nói, el albino la
misma trágica objetividad, sólo que mientras esta la disimula con evidente
buen gusto bajo la apariencia de algo que podríamos llamar –a falta de una
denominación más precisa–comedia kierkegaardiana, aquella se valía de las
convenciones de la épica para zambullirse de lleno en las heladas aguas del
humano destino mortal con serena despreocupación. “Los que van a morir te
saludan (con una sonrisa en los labios)” o “mato, cantando”, que es lo que
cantaban ciertos aborígenes de Norteamérica antes de ir a matar(se). Si todo
esto tiene un aire demasiado borgeano es porque la cultura de Islandia, como
tantas otras, llegó a muchos de nosotros de la mano de Borges y sus paseos
por los laberintos de las literaturas primitivas, con sagas y kenningars
(metáforas formales que los poetas de aquellas tierras usaban para dar por
sobreentendidos ciertos significados) incluidas. Si hasta creo recordar que
el director de La sombra del cuervo mencionaba la influencia de
Borges en su película.
Las kenningars de
Nói, el albino serían las de la comedia clásica, pero carcomidas por
la descreencia en el cine de género tradicional, erosionadas por el absurdo
de un mundo cuyo sinsentido supera incluso al de la ficción más alocada. Lo
que da como resultado una secuencia tan hermosa como la del joven Noi
subiéndose al techo de la casa de Iris (¿Su novia? ¿Su amiga? Su compañera
de tedio) para encontrarse con el padre de la chica, y que si se resuelve de
un modo ligeramente distinto al convencional es por la variación en el tempo
de la escena. En esta película se dan cita, varias veces y a la vez, la
abulia simpática de 25 Watts (sólo que un poco más solitaria y menos
barrial) con el costumbrismo irónico pero tierno de las películas del checo
Jiri Menzel (especialmente Mi dulce pueblito).
Si Islandia le
parece a Noi una escupida (al verla en un museo, sobre un mapa luminoso en
el que uno de los pocos países no iluminados es el que ellos habitan), su
pueblo (pocas casas, poca gente, una sola librería-videoclub, su escuela
secundaria con menos estudiantes que maestros... y su vida, con abuelo y
padre taxista pero sin presencia materna) debe figurársele como la más
insignificante burbuja de esa escupida. Lo peor, quizá, sea la nieve. Esa
sensación que transmite de que todo es igual: callado, silencioso, eterno.
Every land at earth is the ice land.
Pero Dagur Kári (de quien se anuncia una película en Estados Unidos con Tom
Waits para el año que viene) tiene la deferencia de no gritarnos esas
desazones en la cara. Ni el repentino, desalentador, suceso del final es un
énfasis. No hay manipulación dramática en él –o no hay una lectura moral del
hecho–, pues la naturaleza no tiene intencionalidad, ni podemos atribuírsela
so pena de ostentar toda la precariedad de nuestra posición. Por eso
Nói, el albino prefiere terminar con un plano fijo estereotipado y
publicitario de edénica felicidad (parecido en su diseñada y plana
superficialidad al par de afiches de mujeres desnudas que ciertos personajes
tienen pegados en las paredes de sus cuartos) que, imprevista y
discretamente, se anima a dejarnos, al menos, con el recuerdo de la fe en
los ojos.
Marcos Vieytes
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