De vez en cuando pasa:
uno va al cine, se sienta en su butaca temiendo por lo que puede venir y, de
golpe, el milagro se produce y en la pantalla aparece un film como
Negocios entrañables, con sus bordes tan bien limados y con todos sus
elementos fluyendo tan naturalmente que, por un segundo, se crea en nuestro
cerebro la ilusión de que filmar debe ser uno de los oficios más fáciles del
mundo. Pero, claro, al segundo siguiente la ilusión desaparece y lo que
queda (in- your- face) es la película de un director que sabe lo que
hace.
Después de ver Negocios
entrañables, uno tiene la sospecha de que Stephen Frears (Ropa limpia,
negocios sucios; Alta fidelidad) la filmó con el viejo dicho... ¿cómo
era?... ¿Pinta las miserias de tu aldea y pintarás el mundo?
retumbándole en el inconsciente. Ahí está su historia, situada en Londres
pero sin mostrar a ningún inglés (salvo los agentes de inmigración y... el
empedrado de las calles). Ahí están también sus personajes: hombres y
mujeres venidos de todos lados, a quienes el paraíso que imaginaron les
estalló en las manos. Clandestinos, explotados y dispuestos a conseguir, sea
como fuere, un pasaporte de la Unión Europea que los lleve de regreso a
casa, a los Estados Unidos (¡nos equivocamos, ahí quedaba el paraíso!), o
que al menos los aleje de la cárcel (“En este país encierran juntos a los
hombres y las mujeres, así que cada noche van a violarte”, amenaza uno de
los personajes en cuestión).
Audrey
Tautou (tan lejos de Amélie como uno puede desear, salvo por su
belleza) y el excelente Chiwetel Ejiofor (Amistad) interpretan a
Senay y Okwe, los protagonistas. Okwe es un médico nigeriano que, por algún
extraño motivo, abandonó a su familia y su patria para trabajar de día como
taxista y de noche como recepcionista en The Baltic, el hotel donde la turca
y virginal Senay es mucama. En la cadena de solidaridades que surge entre
los marginales que recorren la trama de Negocios entrañables, Senay
le presta su sillón a Okwe para que duerma de vez en cuando (cuando los
efectos de la coca que mastica para mantenerse despierto no bastan), y él atiende ocasionalmente a los
enfermos que no pueden acercarse a los hospitales por temor a ser
deportados.
En el guión
de Steven Knight todo va a volverse mucho más difícil cuando Okwe descubra
un corazón humano atorado en el inodoro de una de las habitaciones, ponga en
aviso al gerente del Baltic (un Sergi López genial y repulsivo) y quede
envuelto en el tráfico de órganos, debiendo elegir entre lo malo y lo peor.
La ironía se cuela por todas partes: “¿Crees que en Londres ciertas cosas no
pasan sólo porque la reina no lo aprueba?”, se ocupa de aclararle a Okwe su
amigo chino –y legal–, Guo Yi (Benedict Wong).
Frears
combina con un talento asombroso la descripción de los ambientes, el drama
social y humano con el que carga cada uno de los personajes, la historia de
amor casi imposible que surge entre los protagonistas, el humor y el
suspenso. Y lo peor (o lo mejor) es que deja que nos vayamos del cine con
toda la incomodidad que merece su relato porque, sabemos, las miserias que
vimos existen en todas partes.
Analía Crivello
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