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MRS. DALLOWAY

Gran Bretaña, 1997


Dirigida por
Marleen Gorris, con Vanessa Redgrave, Natascha McElhone, Rupert Graves.



Basado en la novela que Virginia Woolf publicó en 1925, el segundo largometraje de Marleen Gorris (Memorias de Antonia) vuelve a centrarse en una mujer: Clarissa Dalloway, una burguesa sesentona, melancólica, que cierto día de 1923 prepara una gran fiesta para sus amigos. Como el libro, Mrs. Dalloway busca su combustible en la tensión entre lo que es y lo que pudo ser la vida de Clarissa. Entre el presente frustrante y un pasado idealizado y, a la vez, prometedor. Allí están Peter, el joven vivaz e inteligente que la pretendía en sus días mozos, y una amiga, Sally, con la que compartía algo más que confesiones (aunque los ribetes lésbicos de la novela en la versión filmada quedaron en esbozo). Y aquí está Richard Dalloway, el pelele flemático con quien desposó, hombre de pocas luces pero con un asiento en el Parlamento que garantiza el buen pasar de ambos.

La recreación de época, el vestuario, la escenografía son rubros ejemplares en Mrs. Dalloway, film absolutamente british que, por lo demás, nada tiene que envidiar a la famosa "Qualité" francesa. Lo que incluye la no menos famosa dificultad que este tipo de películas encuentran a la hora de elaborar dramas visuales consistentes. Gorris optó por dos soluciones cuanto menos excesivas: puntuar el relato con numerosas parrafadas literarias y atiborrarlo de flash-backs. Hay tantos saltos en el tiempo que ni el pasado fértil de Clarissa (animada por Natascha McElhone) ni su presente gris (en el que toma las facciones de Vanessa Redgrave) alcanzan desarrollo pleno. Más que contraponerse, las dos líneas temporales se interrumpen (lo mismo ocurría en Eclipse total, que Hollywood adaptó de "Dolores Clayborne", uno de los pocos textos de Stephen King que soslayan el terror convencional). Cierto es que Redgrave vuelve a dar cuenta de un enorme talento. Su sonrisa tristona y esa elegancia de mujer de sociedad, que arrastra como a su pesar, son la mejor fachada de la voz en off que mastica amarguras antes y después de cada flash-back. Ante sus invitados, en tanto, Clarissa sólo muestra su perfil de anfitriona afable, bien dispuesta ante todo el mundo. Este trabajo es lo mejor del film.

Hay una historia paralela que se filtra de a ratos: la de Septimus Warren Smith, el soldado que sufrió un shock que lo dejó autista, tras presenciar la muerte de un amigo en la Primera Guerra. La novela hacía jugar a su calvario, sellado con el suicidio, como contrapunto del vía crucis de la protagonista (y de la propia Woolf, que terminó sus días bajo un río, con los bolsillos llenos de piedras). ¿Para qué seguir viviendo –sería la pregunta– cuando lo mejor de nuestras vidas ha quedado atrás? Pero a la película le cuesta horrores hacer que florezca la metáfora, y la subtrama de Septimus termina operando como un enésimo factor de distracción.

Guillermo Ravaschino