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LA MIRADA DE LOS OTROS
(Hollywood Ending)

Estados Unidos, 2002


Dirigida y protagonizada por Woody Allen, con Téa Leoni, Debra Messing, George Hamilton, Treat Williams, Mark Rydell, Tiffani Thiessen.



Hubo un tiempo en que muchos esperábamos con gozosa impaciencia la película anual de Woody Allen, su última reflexión cómica o melodramática, siempre inteligente, sobre el sistema de vida de cierto grupo social de Nueva York, de personajes intelectuales, conflictuados y psicoanalizados. Lamentablemente, sus últimos títulos demostraron que Woody ya no es el de antes, que no siempre la madurez temporal y artística implica una superioridad en la obra estética. Sus películas recientes forman un bloque menor frente a obras maestras como Manhattan, Annie Hall o Interiores, y llegó a su punto más débil con Ladrones de medio pelo. Su penúltimo producto, traducido caprichosamente como La mirada de los otros, no es otra cosa que un título inferior dentro de este grupo, que reitera los tópicos del cine alleniano: el sarcasmo, la burla dirigida a sí mismo y la crítica social, en este caso precisamente al mundo del cine.

Parece difícil para un director evitar abordar en alguna de sus películas la temática del cine dentro del cine, o de lo que se mueve en torno del rodaje de un film. Acabamos de ver la estupenda Irma Vep con el toque de humor francés, y Woody ya había realizado con éxito Recuerdos (Stardust Memories), una suerte de homenaje al 8 ½ de Fellini. Pero ésta no es Recuerdos. Se trata de una sátira muy liviana al mundo de Hollywood, con tiros por elevación a los popes de las productoras y al micromundo de la producción cinematográfica.

Los protagonistas son Val, Hal y Al, y aunque sus nombres sean casi intercambiables, representan tres estereotipos habituales en el medio: un director neoyorquino independiente en decadencia con dos Oscars de su pasada época dorada (Allen, en un casi-autorretrato), quien padece una neurosis e hipocondría que lo han vuelto intratable; su agente o representante (el veterano Mark Rydell) y el productor de Beverly Hills (un muy correcto Treat Williams), pareja actual de la ex esposa del director. Ella (bella, encantadora Téa Leoni) lucha –con guantes de box, inclusive– para que Val dirija una remake de época de 60 millones de dólares (el doble o triple de lo que cuestan las películas de Allen). Esta será la última oportunidad en la carrera de Val, y el estrés del compromiso más otros motivos personales le producen una súbita ceguera psicosomática, a pesar de la cual llevará adelante el rodaje, ocultando su discapacidad. Esta situación obviamente ocasiona episodios delirantes, gags previsibles y gastados, y lo más absurdo reside en que nadie se dé cuenta de lo que está sucediendo, e interprete los disparates fílmicos como caprichos de un realizador talentoso. Este no cesa de manifestar su vocación por el caos, la incoherencia y la irracionalidad, tabúes del cine industrial norteamericano.

Allen está permanentemente en pantalla disparando su ironía hacia la dupla cine de industria vs. cine de arte, con frases filosas de estereotipados y algo enmohecidos criterios sobre modos de vida de Nueva York vs. California (el inútil representante de la productora, interpretado por George Hamilton, está muy bronceado y siempre porta un palo de golf), sobre cultura yanqui vs. cultura europea y ácidos comentarios hacia el periodismo y la crítica.

El secreto mejor guardado del film es su antecedente: ya Alexander Kluge había imaginado en El ataque del presente al resto de los tiempos (1985) la ceguera de un director en pleno rodaje, quien sin anunciarla sigue adelante con su película gracias a la ayuda de su asistente. Imagino que Woody conoce el film, las semejanzas son evidentes; pero nadie menciona la fuente.

La ceguera del director es disparadora de numerosas metáforas sobre la visión y, justamente, lo que se ve en pantalla es por lejos lo más interesante del film, y lo salva de caer en el abismo: la espléndida fotografía del alemán Wedigo von Schultzendorff, quien compone una sinfonía visual de rojos, ocres, beiges y dorados en una luz absolutamente maravillosa.

Toda la autocrítica que Allen vuelca sobre su personaje se transforma sin embargo en insoportable autocomplacencia cuando una y otra vez las jóvenes y bellas mujeres del set sucumben ante el supuesto atractivo de este hombre poco agraciado, lleno de tics, cuya mejor virtud es su inteligencia para construir frases sarcásticas.

Josefina Sartora      

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