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LA MARCHA DE LOS PINGÜINOS
(La Marche De L'Empereur)

Francia, 2005


Largometraje documental dirigido por Luc Jacquet.



En La marcha de los pingüinos, el documental de Luc Jacquet que ganó el último Oscar en su rubro, podemos encontrar dos películas. La que propone su lenguaje visual es libre, atractiva, poderosa, sutil, emotiva. La que llega de la mano de su discurso oral, en cambio, no podría ser más sentenciosa, conservadora, pretenciosa ni grosera. Y así como una expresión se contradice con la otra, sembrando el terreno de ambigüedades nada positivas, es gracias al poder de un género como el de aventuras que los aciertos se sobreponen a las falencias, en un film que gana homogeneidad por la complicidad que genera con el espectador y por la honestidad moral y ética de sus protagonistas: los pingüinos emperadores.

De más está hablar de la proeza que ha significado para el equipo técnico el rodaje de este documental, y allí están las imágenes –de las que se hace un uso extremadamente bello– para comprobarlo. Durante un año, Jacquet y su unidad de producción de National Geographic siguieron en la Antártida el ritual que cumplen los pingüinos emperadores para reproducirse y continuar su especie. La marcha en realidad son varias marchas, que realizan tanto el macho como la hembra en busca de alimento para la cría que con suerte nacerá del único huevo que empollan durante el proceso de procreación. Observar el esfuerzo que requiere semejante empresa es una experiencia que cala hondo y emociona sin necesidad de falsedades o golpes bajos. Tres meses sin comer, empollando un huevo, con la posibilidad de que la cría nazca muerta o a los pocos días de vida sea devorada por algún miembro más fuerte de la cadena alimenticia. La naturaleza desatada.

La marcha de los pingüinos expone una sociedad organizada, que a simple vista se construye horizontalmente y sin líderes natos. La solidaridad y la amabilidad se resumen en ese largo invierno en el que, para mitigar el frío, deben dormir amuchados unos contra otros. Pero también, en la brutalidad y el primitivismo con que cada acto es llevado a cabo, se irá definiendo parte de la identidad de estas criaturas. La escena del apareamiento es magistral, con un erotismo que hace transpirar la pantalla. La sensualidad de ese instante mágico condensa no sólo el material de estudio, sino la fuerza de unas imágenes hipnóticas.

Pero a Jacquet una –digamos– iluminación le hizo sentir que no era suficiente con lo que se veía; que además era necesario un discurso oral que no sólo sobreexplicara lo que ya se entendía sin palabras, sino que agregara un punto de vista que funcionase como una alegoría sobre la humanidad. Así surgió la idea de ponerle voz en off a la “conciencia” de una pareja de pingüinos y a una de sus crías (aunque en la versión estadounidense hay una sola voz en off, con tono de narrador clásico y aportada por Morgan Freeman). Más allá de lo intrínsecamente ñoño del recurso, lo peor es que las metáforas que viabiliza son burdas y conservadoras. Y sobre todo falsas, porque le endosan al “punto de vista” de los animales una carga moral y ética forzada, artificial.

Entonces, a cierto individuo que se pierde en la fila y queda a la deriva le será adjudicado el “pecado” de ir contra la corriente; la monogamia que practican estos bichos será repensada como una forma de vida ideal y necesaria; una pareja que pierde torpemente el huevo tan preciado será tachada de joven e irresponsable, y así. Todas las cosas son bien claras y habrá “mamá” y “papá” como Dios manda; es decir como conceptos estancos y sin vuelta de hoja. Si se tiene en cuenta que todo viene empaquetado como cuento para niños, da un poquito de escozor. Porque lo que se escucha es excesivamente aleccionador y condenatorio para con las conductas que se supone “inapropiadas”.

Semejante mezcla entre lo visual y lo oral hace que en un momento no se pueda distinguir qué se superpone a qué (a veces da la impresión de que lo oral está allí para resignificar lo visual; otras, uno siente que lo visual busca continuamente contradecir lo que se oye). En cualquier caso, el mayor placer radica en la posibilidad de decodificar el film a partir de la simbología genérica: el documental está narrado como si de un film de aventuras se tratase, con aires de western donde el contexto marca a fuego la personalidad de sus integrantes, y donde la unidad del grupo es puesta a prueba constantemente en un viaje plagado de peligros. Tampoco parece aventurado ver en las escenas subacuáticas un remedo de las películas de submarinos (allí está el lobo marino enemigo, dormitando suspendido a la espera del ataque). El drama, la emoción, el riesgo protagonizado por pingüinos –esos inventores del humor slapstick– también da lugar a la comedia (¿no es también una respuesta natural a tanto film animado con animales?).

Si hacemos a un lado la mentada distorsión que se genera entre lo visual y lo oral, La marcha de los pingüinos funciona estupendamente como una atrapante historia de supervivencia que juega con la incredulidad del espectador. Y en la que, como siempre, la influencia humana condicionará los resultados. Así en el cine, como en la vida. Tal vez sea esa, y no otra, la auténtica enseñanza que deja este documental.

Mauricio Faliero      

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