Saludables aires de film noir envuelven los primeros minutos de Jugando con la vida.
Una aginebrada voz en off, en primera persona, pasa revista al oscuro presente de Eugene
Sands (David Duchovny, el popular Fox Mulder de la saga Código X), mientras la
pantalla lo muestra entre penumbras, deambulando por los bajos fondos. El hombre supo ser
médico, y de los buenos, hasta que su afición por la heroína se cobró la vida de un
paciente y, con ella, su licencia. Ahora vaga por aguantaderos y boliches, a la caza de la
dosis de caballo que precisa para mantenerse en pie. Cierta noche, un hampón
baleado en los pulmones le da la oportunidad de volver a ejercer sus talentos de galeno.
Eugene lo opera en plena discotheque. A falta de anestesia, bisturíes o escalpelos,
recurre a una botella de agua mineral, una percha, cinta adhesiva, alambre. Y lo salva.
Aquí culmina el clima de film noir y empieza el cambalache.
La hazaña de Eugene llega a oídos de
Raymond Blossom, un prominente mafioso animado por Timothy Hutton con toda la logística
televisiva: hiperkinesis, gritos, largas camisas de raso y pelo corto con un toque de gel.
Blossom ve en Eugene al candidato perfecto para curar a sus matones (se los hieren cada
dos por tres); Eugene ve en Blossom la única ocasión para reincidir en el oficio
médico. Duros avatares, en tanto, complican la vida del mafioso. Allí están, cuándo
no, los gángsters rusos (se llaman Dimitri y Vladimir, lo que da una pauta de la
imaginación del guionista) disputándole la torta del delito. Y esa novia que cada vez lo
quiere menos, cuyos ojos, previsiblemente, se irán posando en el protagonista.
Lo que resta se puede adivinar.
Intervenciones quirúrgicas en cuartos de hoteles cinco estrellas, sin otro propósito que
la ostentación escenográfica. Mansiones, piscinas, persecuciones automovilísticas.
Dignatarios de diversas etnias (chinos gordos incluidos) discutiendo alta política con
Blossom a la mesa de un café. Una avalancha de fucks y fuckers que podría
aspirar al libro Guinness de los récords. Y la creciente pica entre el mafioso y el
doctor, que en su momento será tentado por los hombres del FBI para oficiar de alcahuete.
Dos perlitas, entre muchas otras, para la antología del despropósito: para escapar de
Blossom (que se las sabe todas, pero todas), Eugene y la chica se esconden... en la
casaquinta familiar del médico; para inculpar a Blossom, su novia se coloca un
micrófono... ¡entre las tetas!
Guillermo Ravaschino
|