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EL IMPERIO CONTRAATACA
(The Empire Strikes Back)

Estados Unidos, 1980



Dirigida por Irvin Kershner, con Mark Hamill, Harrison Ford, Carrie Fisher, Billy Dee Williams, David Prowse
.



No se ha dicho en vano que el segundo título de la saga Star Wars es el más logrado de la trilogía inaugural, pero también es cierto que a El imperio contraataca, estrenada originalmente en 1980, la benefició una coyuntura muy particular. Por un lado y gracias al enorme
–aunque tardío– éxito de La guerra de las galaxias, que había dado el puntapié inicial tres años antes con asfixiantes limitaciones presupuestarias, El imperio... gozó de 30 millones de dólares, que le permitieron trasplantar las naves, criaturas y planetas de la imaginativa mente de George Lucas a la pantalla con mucha mayor precisión. Por el otro, el instinto puramente comercial de Lucas aún no había madurado lo suficiente como para obturar la frescura de la historia con aires de fábula moral y mística, como ocurrió con el postrer capítulo de la trilogía, El regreso del Jedi.

El imperio contraataca profundiza con vigor las características que hicieron de Star Wars una leyenda de la cinematografía norteamericana. Ya fue señalado que la cruzada cósmica de Luke Skywalker (Mark Hamill), Han Solo (Harrison Ford) y la princesa Leia (Carrie Fisher) contra las fuerzas del Imperio comandadas por Darth Vader bebe generosamente de otros tantos mitos previos, dentro y fuera de la gran pantalla. Desde la leyenda del rey Arturo (que vendría a encarnar Luke, con Han Solo como Lancelot y Leia como la reina Genoveva) hasta la del Quijote y Sancho, pasando por tenaces comics como Flash Gordon y por el Western que se asoma en Han, quien anda, viste y desenfunda como un cowboy cósmico. La primera clave, empero, parece mucho más pedestre. Lo que hizo George Lucas (e Irvin Kershner, que dirigió El imperio... por su cuenta y orden) fue llevar a una galaxia muy lejana... los bienamados rituales de cualquier muchachito de barrio.

Ahí está la relación de Han Solo con su nave: el joven se la pasa recauchutando a su Millenium Falcon –que oportunamente alcanzará la velocidad de la luz– como si fuera un Fitito desvencijado. Ahí está su relación con Leia, la princesa, especie de candorosa chica de zaguán, que se hace rogar para transar al fin, tras haber demostrado que no es de las "fáciles". Los zaguanes, claro está, son los fugaces respiros que se toman Leia y Han entre una y otra batalla contra las fuerzas del Imperio. El imperio contraataca es la fusión total entre los "chicos de la esquina" –los chicos buenos de la esquina, que de los otros se ocupa el cine de gángsters– y los "héroes de película", hasta entonces inalcanzables por definición. Con la misma libertad, Luke, Han y Leia encarnan otra dualidad igualmente asombrosa. Sin dejar de ser adultos (aunque parece increíble que Hamill, con 28 años a la fecha de la filmación, luciera semejante baby face), se asumen como niños, nutriéndose de la experiencia de sus mayores, a los que, llegado el punto, están llamados a superar. O a relevar al menos. Luke recurre a un elfo ¡de 800 años!, Yoda, para que lo guíe por los caminos de la Fuerza y lo convierta en Jedi, y hasta extrae lecciones del propio Vader, esa oscura y reluciente fortaleza de latón. Y no hay una sola cara del Imperio (en la gigantesca nave-ciudad que es la Estrella de la Muerte, precursora de las de Alien y Día de la Independencia) que no contraste, por vetusta, con la rozagante juventud de los protagonistas.

La estructura narrativa de la película desempolva las supuestamente "obsoletas" transiciones por barrido –en las que un plano entra desplazando al anterior– que las viejas series de TV habían mamado de los aun más añejos seriales del cine. La trabajosa conversión de Luke en Jedi, que arranca en el planeta Dagobah, una selva de pantanos neblinosos, y el enfrentamiento de Han y Leia con los imperiales, que transcurre en una fascinante ciudad-planeta, avanzan largamente por carriles separados, alternados oportunamente por esos barridos, que aparecen en los momentos de mayor tensión para postergar la resolución de ambas líneas dramáticas. Entre las muchas categorías inauguradas por Star Wars tal vez haya que lamentar aquí la que deriva de "la Fuerza" –a la que aspira Luke–, madre a su modo del alienado misticismo que impera en el género fantástico-infantil actual (productos como los Power Rangers, en los que "el Poder" toma la posta de "la Fuerza", y otros como The Matrix, que se la endosa a un insulso semidiós interpretado por Keanu Reeves). Y agradecer, sin duda alguna, que el famoso aggiornamiento computarizado que presidió el reestreno del film en 1997 no haya pasado de un puñado de retoques aleatorios, ya que, por otra parte, no hacía falta nada más.

Guillermo Ravaschino    

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