"Si quieres ser feliz"
–dice Abel, protagonista de Las horas del día– "tienes que
conformarte con lo que te toca." Abel es fiel a este emblema todas las horas
de su día, pero la opera prima del catalán Jaime Rosales pone a la luz el
infierno que se esconde agazapado en la oscuridad de ese conformismo. Abel
es el resumen de la mediocridad: retraído, sistemático en todos los aspectos
de su vida, el hombre saca a relucir la misma indolencia y falta de
entusiasmo en desayunar con su madre, con quien vive, en administrar la
tienda que ella le ha cedido, en salir con su novia y en la charla con
amigos.
Por fin
tenemos un estreno muy alejado del cine convencional al que nos tiene
acostumbrados la cartelera comercial. Apartándose de toda tradición del cine
español, Las horas del día es un film seco, filoso como un bisturí
que apoyado en un absoluto realismo disecciona el interior de la banalidad
cotidiana de un hombre de clase media y su relación con su grupo de
pertenencia, mostrándolo con minuciosidad en sus preocupaciones domésticas
–buena parte de las escenas transcurre mientras come, o prepara la comida, o
lava los platos–, exponiendo sus discusiones exasperantes con la empleada de
su tienda, y los encuentros con su novia, quien está cada vez más aburrida y
harta de la pasividad de Abel. Pero la máscara inexpresiva e inalterable del
actor Alex Brendemühl esconde un lado oscuro que periódicamente se hace
presente. No esperemos que cuando Abel se transforma en Caín se convierta en
un monstruo virulento, nada de eso: la vida parece alterarse muy poco en
esos momentos, es el mismo Abel quien tiene conductas inesperadas,
inexplicadas, violentas y muy torpes, en las que pone la mayor vehemencia
que le vemos manifestar. Y el tratamiento fílmico tampoco se altera: la
misma fría distancia, el mismo objetivo realismo para mostrar lo que se
oculta detrás de la normalidad aparente.
Un notable
trabajo con la imagen, carente de todo artificio, suma méritos a este film
que fue premiado en Cannes en 2003 y en el último Festival de Cine
Independiente de Buenos Aires. Evitando toda identificación, desapegándose
de todo sentimiento, la cámara nunca está donde esperamos: con planos
medios, siempre distanciados, casi siempre fijos o en plano secuencia, con
falsos raccords inquietantes, la imagen no cesa de reencuadrar el plano en
los marcos de las puertas, en los pasillos, o en la ventanilla delantera de
un coche, reforzando la idea de que estamos presos de la vida que nos toca.
Un infierno repetido, un universo tan cerrado y circular como el mismo film.
Uno de los planos más cercanos es el del rostro de Abel en el espejo, quien
al principio del film, parece buscarse, interrogarse. En esta obra
excelente, y también espinosa, Rosales apuesta a la lucidez del espectador:
la falta de explicaciones psicológicas o sociológicas, la ausencia de juicio
crítico son características tan importantes como que gran parte de la acción
ocurre fuera de campo. El resto, queda para el público.
Seca y
áspera, austera y sin música, y también sin concesión alguna, esta película
perturbadora va generando una creciente incomodidad en el espectador, la
misma que genera Abel en sus interlocutores.
Josefina Sartora
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