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EL HOMBRE SIN SOMBRA
(Hollow Man)

Estados Unidos, 2000


Dirigida por Paul Verhoeven, con Elizabeth Shue, Kevin Bacon, Josh Brolin, Kim Dickens, Greg Grunberg, Mary Randle, Joey Slotnick.



Paul Verhoeven, el holandés que dirigió obras tan disímiles (aunque en promedio tan valiosas) como El vengador del futuro, Showgirls, El cuarto hombre, Bajos instintos e Invasión, acaba de sumarse a la lista de cineastas que pusieron el talento a un costado para estampar su firma en superproducciones deplorables. No es cuestión de acusarlo ni de gritar –cual damisela horrorizada– que "se vendió" a Hollywood por chirolas. Primero, porque no son chirolas, y uno siempre espera que las grandes sumas que esta gente tiene por cachet les sean útiles después, para filmar lo que a ellos (y a nosotros) interesa. Segundo, porque si cualquiera tiene derecho a hacer de su culo un florero, cómo no va a tenerlo para hacer lo propio con su talento. No. De lo que sí se trata es de registrar una tendencia. Que no es nueva, pero se ha acentuado de manera inédita en el último tramo del siglo pasado (el veinte) y se prolonga en este. Ridley Scott, Brian De Palma, Roman Polanski, William Friedkin nunca habían caído tan bajo como en los últimos meses. Evidentemente, cada día se hace más difícil resistir las ofertas de las corporaciones (¡no sólo cinematográficas!). Y es triste.

Ahora es el momento de decir que El hombre sin sombra no es mala de punta a punta, sino algo peor: arranca de manera más o menos inquietante, gracias a algunas de las buenas viejas mañas de Verhoeven, y cuando uno se entusiasma un poco empieza a descender violentamente hacia los bajos fondos, hacia las recetas y los tics más irritantes de la gran industria, en los que termina hundiéndose.

La anécdota vuelve a ser la de un científico que descubre la fórmula para ir y volver de la invisibilidad. Luego de probarla exitosamente en simios, y a escondidas del Pentágono (que financia el proyecto), el conspicuo doctor Sebastian Caine (Kevin Bacon) decide convertirse él mismo en conejillo de Indias. Se inocula el líquido azul, tornándose invisible, y la cosa marcha más o menos bien. Lo que falla es el líquido naranja, que le inyectan tres días después para regresarlo a la normalidad. Con el correr de los días Caine, el invisible, se pondrá cada vez más violento e incontrolable.

Por un rato, los efectos especiales se dan la mano con la proverbial destreza de Verhoeven para crispar a la platea a partir de secuencias más o menos convencionales. Las primeras transiciones hacia y desde la invisibilidad le deben tanto a los efectos generados por computadora como a la tensión dramática. Las segundas no le deben tanto a la tensión dramática. Las terceras menos. Las cuartas, ni les cuento.

Una de las cosas que verdaderamente irritan es la grosera mutación de Caine (noten cuán cerca de Caín...), cuya agresividad nunca superaba el nivel de la pedantería, o en todo caso omnipotencia, de tantos egresados de Harvard (en lugar del clásico ¡Eureka!, por ejemplo, a poco de empezar le oímos: I'm a fucking Genius!). Pues bien: en cuestión de minutos este tipo quedará transformado en la criatura más abyecta del Universo. Uno se pregunta por qué, y lo único que tiene a mano es el precedente de una mona que se había puesto fastidiosa por causa del mismo líquido azul. Pero Caine no sólo se pone odioso y malo sino muy idiota, saboteando desde el vamos cualquier perspectiva de colaboración con el resto de su equipo. ¿Será que la droga de la invisibilidad es también la de la imbecilidad?

En el mentado equipo figura Linda (nada menos que Elizabeth Shue, la de Adiós a Las Vegas), quien supo ser novia de Caine hasta que se cansó de su egocentrismo, o de su egoísmo (no vamos a hilar más fino que la superproducción) y ahora sale en secreto con otro del dream team científico. Claro que el invisible todavía la codicia, lo que significa que también habrá problemas por ese lado. Toda esta subtrama resulta tan torpe y explícita que ya no remite a Hollywood sino a ciertos culebrones latinoamericanos.

Lo peor no ha sido dicho, y es que mucho antes del final los ya muy degradados elementos del relato confluyen en la muletilla más perversa y gastada de todas: la cacería del malo por los buenos, con las espantosas instancias que le son propias. A saber: el malo se sale con la suya una, otra y otra vez, hasta que los buenos (o los que quedan de ellos) empiezan a remontar la cuesta. Sépase que este tramo es insultantemente previsible. Y largo. Tanto que incluye cadáveres que respiran, personajes aparentemente lúcidos que conversan a otros que están desmayados, cretinos que no acaban de morir (porque los héroes se "olvidaron" de rematarlos) y contendientes que se insultan como colegiales mientras pelean. ¡Ay!

Guillermo Ravaschino      

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