El misterio sobrevuela permanentemente a Harry, un amigo que te quiere
bien. En especial al propio Harry (estupendo Sergi López), un
treintaicincoañero con aspecto de burgués, a bordo de cupé Mercedes,
con pulposa y muy sumisa rubia de pareja, que se le presenta a Michel
(Laurent Lucas, que tiene algo del primer Belmondo) como un viejo
compañero de la secundaria al que este, en un principio, no recuerda para
nada. El encuentro acontece en plena ruta, cuando Michel, señora e hijos
se aprestan a arribar al chalecito campestre a medio hacer en el que
pasarán sus vacaciones.
El que sí recuerda es Harry. Y lo recuerda todo
acerca del pasado de Michel, empezando por un poema que este último
escribió en sus años mozos y al que Harry recita de memoria –ensimismado,
con admiración– cuando su propio
autor casi lo
tenía olvidado. Es así como, a poco de andar, unos y otros entran en
confianza, y las tendremos a las dos parejas compartiendo por algunas
noches el chalecito a medio hacer.
Volviendo a Harry, nunca
sabremos de dónde proviene su fortuna, que le permite darse el lujo, por
ejemplo, de regalarle a Michel una Mitsubishi 4 x 4 para que tire
durante los cuatro días que faltan para que le arreglen el auto. Tampoco
se conocerá el origen de esos gestos altaneros ni de esa sonrisita fría, displicente,
autoritaria, que sustenta cada una de las otras manifestaciones de su
rara, más que rara generosidad. Lo que está claro es que el destinatario
de esa generosidad es Michel, siempre Michel, cuyos problemas –grandes
o pequeños– Harry parece dispuesto a
resolver cueste lo que cueste. Y caiga quien caiga.
Hasta aquí –aproximadamente
un tercio de película– tenemos un drama con sutiles toques de comedia;
una mirada sobre las rutinas de la clase media (las vacaciones, la casita, los arreglos,
la familia) que se va tornando ácida. Porque dichas rutinas suelen
asociarse con el crecimiento, y por lo tanto con la felicidad, pero
no es eso lo que surge de las poses, de las muecas, de la música envolvente, deliberadamente subrayada, en la veta
del suspense. Lo que tenemos es una falsa paz de hogar destinada a
quebrarse.
Y la paz se quiebra, claro
está. No corresponde revelar exactamente cómo, pero sí puntualizar que
Harry, y esa compulsión por "ayudar" a su amigo, están detrás
de la inflexión. Y la inflexión es un violento giro, no sólo argumental
sino de género, ya que el drama ácido desemboca en este punto en un
periplo de terror y horror crecientes, con algo –y
por momentos más que algo– de suspenso. (Menos mal, porque a esta
altura la frialdad de casi todas las interpretaciones empezaba a conspirar
contra la consistencia del drama, por más ácido y francés que fuese.)
La actitud de
Harry crecerá, hasta convertirlo en una extraña especie de entidad: brutal
y desbocadamente sobreprotectora de su amigo. Cuya vocación literaria
se empeñará en desempolvar, instándolo a que escriba nuevamente a
cualquier precio (como todo a lo que aspira Harry), con lo que también
opera al modo de un Mecenas compulsivo y enigmático. Hay un
clima de locura creciente, interpenetrante, que primero abarca a los
amigos (¿es que realmente lo son?), luego a sus mujeres, y en determinado punto
amenaza con tragárselos a todos, incluyendo a los niños.
Lo que pesa un
poco, paradójicamente, es el misterio. La excesiva ausencia de datos sobre
el origen y las motivaciones de Harry, por un lado, y sobre la extrema,
llamativa facilidad de Michel para dejarse manipular, por el otro. Harry... no
alcanza, creo, la estatura de gran película. Pero no deja de ser un
fantástico ejercicio de estilo, de climas, de interpretaciones, de tonos.
En el que las sombras de un gigante del suspenso (Alfred Hitchcock) y de un
conspicuo cultor de la acidez (Claude Chabrol) se proyectan de maravillas.
Guillermo Ravaschino
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