Filmar
la espera. Gilles Deleuze ha dejado sus valiosas reflexiones sobre la
relevancia del cuerpo cuando la cámara filma la espera, y en este caso no
sólo se trata del cuerpo de los personajes en sus ceremonias cotidianas sino
del cuerpo de la tierra toda.
Una
pareja pasa sus días esperando el regreso del hijo que ha ido a la guerra;
esperan mientras conversan sentados en la hamaca, en medio del monte, y
esperan mientras trabajan. Cándida y Ramón esperan –cada uno a su manera,
negándose a lo peor– al hijo, esperan la lluvia y el fresco, el fin de la
guerra, esperan la muerte. Sus conversaciones no pueden ser más triviales:
la tormenta que no se decide a descargarse, la perra que ladra sin cesar, el
hijo, si vive o habrá muerto. Se trata del film más original que se ha
estrenado en lo que va del año, y si agregamos que es el primero filmado en
Paraguay en treinta años, dirigido por una joven formada en Argentina, y
hablado íntegramente en guaraní, el grado de extrañamiento se acentúa.
Esta
rara suerte de Esperando a Godot es fruto de una propuesta estética
muy arriesgada, no apta para quienes gusten del cine narrativo más
convencional de imagen-acción. Por el contrario, apela a una particular
disposición del espectador amante de un cine de climas, de atmósferas. De un
riguroso minimalismo, el film –circular, abre y cierra con larguísimas tomas
en el mismo lugar– está realizado con una cámara siempre fija que toma
planos generales de la pareja, del cielo encapotado, de los trabajos y los
días de esos únicos personajes. Sólo en tres oportunidades la cámara se
acerca a los protagonistas: en dos de ellas, mientras trabajan, hieráticos,
los padres evocan sendas conversaciones con el hijo, superponiéndose sobre
la capa del presente, otra del pasado. La imagen recuerda lo mejor del cine
japonés, del cine iraní. Los bellísimos, escasos planos de Hamaca
paraguaya –unos veinte en total– constituyen imágenes visuales y sonoras
puras, cada uno de ellos una imagen-tiempo, que hace fluir el tiempo en
directo. El cuerpo está mostrado en sus ceremonias y rituales
cotidianos: la charla recurrente, el abanicarse, el pelar y comer una
naranja, cortar la caña o lavar la ropa, todas las actitudes del cuerpo
remiten fuertemente a las categorías de la vida y de la muerte. Aquí no
interesa la performance actoral: los personajes siempre están tomados de
lejos, y no son más que mediadores entre el espectador y la situación que se
impone. El estado de espera queda en reemplazo de la imagen-acción, las
charlas de los padres resultan situaciones absolutas, estados puros, ajenos
a la cadena de acciones y consecuencias: empiezan y acaban en sí mismas. Una
cuidadísima banda sonora registra voces y silencios, truenos, ladridos y el
canto de los teros, con el agregado de que Encina utiliza el recurso de la
voz en off para todo el film, lo que le imprime un asombroso grado de
estilización.
La
realizadora se identifica con el cine de Lucrecia Martel y Lisandro Alonso,
y se perciben huellas de ambos en su opera prima. Paz Encina se inscribe en
una tradición de directoras del cine moderno que han sabido filmar la física
de los cuerpos y los elementos, como lo hace Martel, y también Alonso. La
tierra, las plantas, el aire y el agua se sienten en toda su
densidad. A eso agreguemos que el responsable de la fotografía es Willy
Behnisch y del sonido Guido Beremblum y Víctor Tendler, y tenemos
representado el lado más progresista del nuevo cine argentino colaborando
con Encina. Una vez más se pone en evidencia la sensibilidad de la
productora Lita Stantic para apoyar proyectos y descubrir talentos.
Hamaca paraguaya ganó en el último Festival de Cannes el premio de la
Fipresci (Federación Internacional de Críticos).
Es muy
claro que Encina es una cabal conocedora de la identidad social y cultural
de Paraguay. Se han ensayado diversas interpretaciones de Hamaca
paraguaya: algunos ven en esta evocación de la Guerra del Chaco un
alegato antibélico; la directora declara que quiso expresar la melancolía
propia de Paraguay; para otros, se trata de la espera de un mejor destino
para ese país y para todo el continente latinoamericano. Todas esas lecturas
son válidas, porque su film casi atemporal es lo suficientemente abierto
como para contenerlas a todas.
En
pocas oportunidades como en ésta he sentido en cada plano el peso del
tiempo, al decir de Tarkovski. Y sobre todo en el final, en su viaje hacia
la noche, la (casi intolerable) sensación vívida de desembocar en la muerte.
Josefina Sartora
|