La
Ausente, triste y digna, se mueve como si no existiera y sólo mira a los
ojos cuando no la ven, temerosa de que alguien descubra en los suyos los
recovecos de un pasado lacerante, de una vida desbarrancada. La Ausente es
la actriz británica Kristin Scott Thomas que es Juliette, una médica
condenada a quince años de prisión por el asesinato de su propio hijo recién
salida de la cárcel. La Ausente tiene una hermana, Léa (Elsa Zylberstein),
que era apenas una adolescente cuando Juliette fue enjuiciada, y en cuyo
hogar se instala. Desgarbada y desmaquillada, la Ausente trata a la familia
de su hermana (su levemente incomprensivo esposo, el padre de éste,
enmudecido por un derrame cerebral y de constante sonrisa imbécil, y dos
pequeñas niñas vietnamitas que la pareja adoptó como propias) con una
distancia y una frialdad incómodas, con silencios casi totales. En ella
recae el enorme peso de la condena social, y sus intentos de conseguir
trabajo se revelan inútiles. Pero pronto el calor de la familia la devolverá
paulatinamente a la vida, y sus ojos empezarán a encontrar los de los otros,
en particular los de un colega de su hermana culto y comprensivo y los de un
solitario policía que sueña con cursos de agua y con descubrir la fuente del
río Orinoco.
Kristin Scott
Thomas, en un francés con marcado acento inglés, compone un personaje muy
cercano –acaso menos hermético– a la mujer sin cabeza de María Onetto
en el film de Lucrecia Martel. Su presencia en el cuadro es insoslayable,
pero apenas es percibida por quienes la rodean. Sin embargo, ahora está
allí, ocupando un espacio en el mundo. Y la paradoja se completa: la mujer
invisible en la prisión del Estado y la cárcel de su mente de repente se
hace presente (en el sentido espacial y temporal del término) y todos hablan
de ella. A medida que Juliette comienza a desenvolverse, su presencia en el
mundo deviene real... pero menos contundente y verdadera frente a la cámara.
Su vestimenta se vuelve colorida y el novelista devenido director debutante
Philippe Claudel nos comienza a aburrir con distracciones triviales,
secuencias superfluas, secundarios irrelevantes. Con frecuencia las escenas
se cortan demasiado pronto, obviando el intenso efecto que las pocas
palabras que emite Juliette provocan en sus interlocutores. La chatura de la
puesta en escena evoca peligrosamente al telefilm de manual típico del canal
Hallmark, con diálogos resueltos en planos/contraplanos pesados en
literalidad; con fueras de campo inexistentes. Ese es el verdadero
tour-de-force de Scott Thomas: crear con interpretación, mesura y
silencio un fuera de campo (el misterio que yace en su mente, en su soledad
existencial) del que el film está absolutamente desprovisto.
Y aun si Philippe
Claudel maneja torpemente el lenguaje cinematográfico, sobresale, en su
atención a los detalles, como un buen narrador. Sin embargo, la película
termina pareciendo demasiado novelada. Es ese exceso de literalidad,
sumado a la proliferación desmedida de personajes y situaciones accesorias y
una música incidental innecesariamente “emotiva”, lo que termina hundiendo
una película que, si se hubiese apoyado más en la observación y menos en la
retórica literaria, podría haber sido un potente y sensitivo estudio sobre
la culpa y la soledad que ésta acarrea. Juliette, Léa y esas grandes
actrices que son Kristin Scott Thomas y Elsa Zylberstein se merecían un
mejor film (o, al menos, un poco más de cine).
Hacia el final,
una revelación azarosa y traída de los pelos neutralizará todo posible
vestigio de misterio y sugestión. Y como el Matanza-Riachuelo y su destino
fatal, Hace mucho que te quiero termina desembocando en las podridas
aguas de la (sobre)explicación y las convenciones melodramáticas made in
Hollywood, con redención incluida. “Explicar es buscar excusas” –dice la
Ausente en el monólogo final entre sollozos a su hermana, en el momento más
Hallmark de la película– “... la muerte no tiene excusas”.
Claudel debería
haber prestado más atención a sus tristes y bellas criaturas.
Hernán Ballotta
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