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LOS GUANTES MAGICOS

Argentina-Alemania-Francia, 2003



Dirigida por
Martín Rejtman, con Vicentico Fernández Capello, Valeria Bertuccelli, Fabián Arenillas, Susana Pampín, Cecilia Biagini, Diego Olivera.



Alejandro (Gabriel “Vicentico” Fernández Capello) está como el remise que maneja: viejo, destartalado, disminuido. Alejandro es su auto (o por lo menos su reflejo) y los dos la están pasando más o menos mal. Los años no vienen solos (como le explica bastante gráficamente el médico) y en su vida estancada, las personas, los animales y los objetos pasan a ocupar prácticamente un mismo lugar. Termina con su novia, le encajan y des-encajan un perro, se desvive por tratar de descifrar lo que le dice su vehículo. Sufre de insomnio, baila, es.

En Los guantes mágicos la historia no crece o avanza demasiado hacia ningún lado. En el tercer largometraje de Martín Rejtman tampoco hay grandes tensiones, conflictos o revelaciones. Simplemente ofrece personajes y situaciones que conforman una atmósfera, un clima.

Como en El dinero de Bresson (director del que Rejtman toma, además, el modelo de actuación antiteatral), un golpe de azar casi al principio del film desencadena el relato. Desde que Alejandro conoce a Piraña en la primera escena, van a ir entrando y saliendo personajes de la historia. Criaturas aparentemente disímiles, pero atravesadas todas por una misma tristeza y soledad. Personajes que se multiplican a un ritmo vertiginoso y que terminan conformando una suerte de familia alternativa. La comida multitudinaria en lo de Piraña, que involucra a casi todas esas almas, es el punto de inflexión de la película, el centro simétrico. Hasta ahí, los personajes se acumulan. Y a partir de ahí, irán desapareciendo, haciéndose aire hasta dejar a Alejandro solo. La retórica narrativa de Rejtman es extraña; se basa fuertemente en la enumeración de situaciones.

El universo de Los guantes mágicos incluye y trasciende el de los dos films anteriores de este cineasta. De Silvia Prieto (1998), Rejtman retoma mucho: el talento para hilar y construir personajes y situaciones (sólo que esta vez son más y mejores), la solidez en su caracterización (con dos o tres frases los personajes ya quedan definidos), el tono asexuado del relato, la voz en off, la jerarquización del azar por encima de las motivaciones explícitas. De Rapado (1991), bastante menos: la apuesta por la imagen más bien estática, la relación entre los respectivos personajes principales y sus vehículos, algún plano fijo contemplativo (ellos viendo llegar el barco, el auto a la venta). Y lo que ya es una constante en su cine: los personajes por encima de las ideas, y las situaciones y el tono por encima de las explicaciones.

Está vez, además, Rejtman incorpora a su universo el montaje acelerado (utilizado para generar humor algunas veces y para equiparar o contrastar personajes otras), algunas elipsis más acentuadas (la construcción temporal es mucho más ambiciosa que en sus otras películas) y un guión que crece sobre sí mismo, exacerbando, cruzando y repitiendo cuatro o cinco cuestiones.

La película le huye radicalmente a la solemnidad. Desecha tonos graves en favor de uno ligero, del que se desprenden momentos absolutamente distendidos y humorísticos. El director tampoco fuerza o empuja la nostalgia; simplemente deja que se filtre. Rejtman inventa su humor con el mismo material con el que casi todos moldean lamentos obvios y reflexiones sombrías sobre el-estado-de-las-cosas. El humor antiefectista de Los Guantes Mágicos busca más la sonrisa triste que la carcajada. Si bien hay momentos directamente graciosos, en general el humor atraviesa la narración como por arriba, salpicando las situaciones sin robarle nunca el centro a los protagonistas (de hecho, termina redimensionándolos). Casi nunca utiliza la mecánica del gag o del chiste con remate. Lo gracioso nace, y crece, de ruiditos o presuntos ruiditos, de conversaciones que se disparan para cualquier lado, de consideraciones y recomendaciones que se dicen como al pasar y que terminan por dictar el curso de las cosas, de soluciones que no funcionan y –en menor medida– de imágenes meramente divertidas (como el gordo Vicentico haciendo abdominales). A fuerza de repetir y repetir banalidades y lugares comunes, Rejtman termina concediéndole a la “nada” la importancia fundamental que pocos le asignan. (El bonus track: la inclusión de la palabra “frescolari” en uno de los momentos más desoladores del film… todo un hallazgo.)

Hay una metáfora visual en Los guantes mágicos que “explica” la idea de este registro de la nada. La cámara recorre una ruta durante un par de minutos; el camino tiene altibajos, es marcadamente zigzagueante y atraviesa una selva. Esta escena, equiparable al videogame de la moto en Rapado, funciona como espejo de los recorridos de los personajes, siempre hacia adelante, con vaivenes y altibajos. Quizás el cineasta tenga razón y la vida sea sólo eso: avanzar sin detenerse nunca, sin saber desde dónde o hacia dónde vamos. En todo caso, es bueno que haya siempre un Rejtman para mostrarnos la ruta vacía, las curvas y los vaivenes… sin explicar, juzgar ni predicar.

Es raro que una película que saca a relucir tanta melancolía y amargura transmita, a la vez, tanta felicidad. El año pasado ocurrió con El hombre sin pasado; éste, con Los guantes mágicos.

Ezequiel Schmoller      

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