Una de las etiquetas que le han puesto al cine de
      Claude Chabrol es la de "retrato de la burguesía". Fuere
      francesa... o suiza, como en el caso de Gracias por el chocolate,
      su largometraje número 52. La película funciona como un piano bien
      afinado, como un reloj suizo al ritmo de un metrónomo, con la facilidad a
      la que Chabrol se ha acostumbrado, con un método que ya controla a la
      perfección y que hace que imaginemos al orondo director francés
      durmiéndose en los rodajes, como la leyenda cuenta de Hitchcock. Este
      film viene a corroborar el estilo de su anterior película, Au Coeur Du
      Mensonge, y la belleza que se encuentra en títulos como No va más
      y El infierno. Este director es un tipo consecuente: sus referentes
      de cabecera siguen siendo Jean Renoir, gurú de la "Nouvelle
      Vague", y Alfred Hitchcock, al que el propio Chabrol entrevistara en
      su juventud.
      En Gracias por el chocolate
      cuenta de nuevo con Isabelle Huppert para el papel protagónico. Si la
      película levanta vuelo ligeramente por encima del nivel en que se mueve
      actualmente el cine del francés es por el talento interpretativo de
      Huppert, que da vida a Mika, una empresaria chocolatera desarraigada,
      casada con un pianista de éxito, que ha fundido en su moral las actitudes
      más egoístas y la hipocresía habitual de las relaciones sociales
      superficiales. Todo ello expresado con una espléndida sonrisa de
      cartón-piedra que dura tanto como ella quiera. El suspense que
      recorre la película, alrededor de un termo de chocolate que juega a ser
      el vaso de leche de Suspicion (Hitchcock, 1942), se desata con la
      llegada de un elemento extraño, la joven y talentosa pianista Jeanne, al
      cerrado entorno familiar de Mika. Jeanne capta la atención del esposo y
      enfrenta a la protagonista con todo lo que siempre ha aborrecido, hasta
      hacerle revivir ciertos impulsos homicidas. 
      Entre los hallazgos que propone la
      película destaca la utilización de un amplio repertorio de composiciones
      de música clásica entre las que juegan un papel fundamental los
      Funerales de Liszt, cuyo tono trágico sirve de contrapunto al aroma de
      insana tranquilidad que se vive en la mansión suiza en la que nuestro
      matrimonio vive con el hijo de él, Guillaume, un joven que no sabe qué
      hacer con su vida y que goza de la simpatía de la protagonista y del
      desprecio de su padre. Junto a la inteligente utilización de la banda
      sonora sigue resultando atrayente una constante en la obra de Chabrol:
      plantea una película de suspenso en la que la resolución del misterio
      tan apenas juega papel alguno, pese a que se sitúa en el clímax
      narrativo y sirve de lógico final. Sin embago, de igual modo que en El
      infierno, el director prefiere paladear la podredumbre que se esconde
      en fachadas impolutas, regodearse en esos ambientes altoburgueses
      ligeramente desequilibrados que le son tan queridos, en los miedos de sus
      personajes y en la incapacidad para enfrentarse a sus traumas más
      profundos. Al fin y al cabo, es un director francés. 
      Lo único achacable tanto a esta
      como a las últimas películas del intachable Chabrol es la sensación de
      encontrarse ante el perfeccionamiento definitivo de su manera de hacer
      cine, la incómoda impresión de que el director se apoltrona, se niega a
      explorar algo nuevo porque sabe que no va a hacer nada mejor que esto.
      Entonces pues, pese a ser el rey de los pianistas, el dómine de su
      territorio, Chabrol nunca rodará una obra maestra. Es extraño que un
      artesano de su prestigio artístico dependa todavía del talento de los
      actores, de la brillantez de sus historias; que su puesta en escena no
      sorprenda tanto como el delicado enrevesamiento de sus tramas. 
    Rubén Corral     
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