Hace unos años, recuerdo haber visto un telefilm con James Woods, llamado
Vecinos (Bad Neighbours), que en tono de comedia negra
retrataba la rivalidad entre dos hombres que convivían en casas
contiguas. Impulsados por la revancha, cruzaban a cada momento nuevos
límites de agresión al punto de aproximarse al homicidio. Algo así
ocurre en Fuera de control, donde el abogado de una poderosa firma
(Ben Affleck) choca en la autopista con un ex alcohólico de escasos
recursos (Samuel L. Jackson), dando pie a una batalla feroz entre ambos.
Sin embargo, ninguno de los dos es una mala persona. La propia ciudad
parecería ser la que les contagia el nerviosismo... de la competencia
salvaje por la supervivencia social. El accidente, que se produce por ir
ambos apurados, sumergidos en sus propios problemas, pese a que no
conlleva heridas físicas les provoca terribles consecuencias en sus vidas
personales. El abogado extravía un archivo (quedará en manos del otro)
que era vital para no perder un caso y enfrentar, incluso, la posibilidad
de terminar en prisión. El ex alcohólico llega tarde a la audiencia por
la tenencia de sus hijos y cae en una desesperación que lo acerca a los
bares neoyorquinos.
La descarga de dichas tensiones la encuentran rápidamente en la
venganza, que los empuja a dañarse mutuamente con total crueldad. Pero
como en el fondo son almas buenas que han perdido el control de sus vidas,
sienten culpa. Y así, a la manera de La guerra de los Roses, las
secuencias alternan un esbozo de arrepentimiento y solución del conflicto
por parte de uno con el ataque del otro, y viceversa. Cada cual está
dispuesto a perdonar una vez que ha golpeado último; cuando es herido
nuevamente, vuelve a recurrir a la agresión.
Lo que está en juego es la postura de ambos ante sus propias vidas,
que están al borde del abismo. El abogado debe tomar conciencia de las
ruindades de sus jefes y sentar posición al respecto. El ex alcohólico
debe enfrentar su caótica personalidad si quiere ser un buen padre. Son
tiempos de cambio para los dos, pero lo más fácil es concentrarse en la
rivalidad con el desconocido, buscar la paja en el ojo ajeno, aunque los
acerque peligrosamente a la autodestrucción.
Un par de escalones por debajo de la comedia romántica Notting Hill,
Roger Michell por momentos logra una puesta en escena interesante. Y sin
mostrarse demasiado, aparece cuando más se lo necesita. En el
retrato de una Nueva York contagiosamente acelerada e individualista, en
la que las corporaciones son corruptas aunque hagan beneficencia –no
hay "buenos" entre los poderosos– y en la que la vida de un
ciudadano puede pender de un hilo de un día para el otro, por más buen
pasar que lleve. En este sentido, la escena de la familia deseosa de
abrazarse, pero separada por autos que nublan sus ojos como relámpagos,
es un hallazgo. No pueden cruzar la calle que, si bien está en un barrio,
parece una autopista. Media película se condensa en ese instante
maravilloso. Otro hallazgo es un plano suspendido por el tiempo necesario:
una nuca, a través de la cual percibimos la conciencia individual,
la única capaz de arreglárselas con esa ciudad carnívora.
Lamentablemente, no hay mucho más que rescatar. Y en otros –largos–
ratos el director parece tirarse a dormir la siesta, o recostarse en la
producción, que se acuerda que Sidney Pollack (hace al líder de la
compañía de abogados) dirigió Fachada (The Firm), y le
pide consejo para copiar algunas ideas poco originales. Por otra parte, el
guión no consigue crear verosimilitud. Los ataques se tornan más y más
violentos, pero uno descree que estos pobres tipos puedan albergar
instintos asesinos. Siempre sufriendo, siempre a punto de perdonar, los
vemos cometer crueldades incompatibles con sus personalidades piadosas. Y
hay acciones que no pueden pasar inadvertidas para la policía o la
población, pese a que los protagonistas hacen lo que se les ocurre a toda
hora... pero nadie aparece a la hora de atestiguar (prestar
atención al taxista cómplice y a la ausencia de cámaras de
seguridad en la firma de abogados).
Fuera de control constituye, además, un desperdicio de talentos
actorales. De producción ostentosa y derrochona, concede pequeñas
apariciones inapetentes a actrices de la talla de Toni Collette y Amanda
Peet y una, más microscópica aun, a William Hurt.
La resolución del conflicto del abogado, una extraña reorientación
de la justicia por mano propia sobre la que no voy a entrar en
detalles, en un principio me resultó esquiva y contradictoria. Pero en el
marco de la visión sombría que Fuera de control tiene del sistema
neoyorquino, parece –pese a lo inverosímil– la única salida
honesta.