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EL FONDO DEL MAR

Argentina, 2003


Dirigida por Damián Szifrón, con Daniel Hendler, Dolores Fonzi, Gustavo Garzón, Ramiro Agüero, Ignacio Mendi, José Palomino Cortez, Mercedes Halfon.



El primer largometraje de Damián Szifrón tiene varios puntos de contacto con "Los simuladores", la tira de unitarios que dirige por televisión: combina mecanismos de comedia y de suspenso (más el agregado, en este caso, de una veta amorosa) con la presencia de temas científicos, o científico-históricos, que son vulgarizados pero, a la vez, tratados en un tono que no deja de ser solemne. Vi dos o tres capítulos de "Los simuladores", y siempre me costó llegar hasta el final: los componentes serios nunca terminaban de impresionarme, mientras que los elementos cómicos no conseguían hacerme reír.

El fondo del mar ofrece segmentos bien construidos, no le faltan tramos de interés. Pero tiene muchos agujeros, especialmente en su segunda mitad, y termina yéndose a pique estrepitosamente. Uno deja la sala con la sensación de haber presenciado una película superficial... disfrazada de cosa profunda. Recuerdo cierta famosa idea de Alfred Hitchcock: "Más vale partir del lugar común, que llegar a él." Pues bien, El fondo del mar invierte redondamente los términos. Si aquí y allá nos la pintan como la gran película es porque nuestra crítica oficial, siempre permeable a la chapa que presentan los estrenos (y este presenta muchas, incluyendo el Ombú de Plata para el film y el Martín Fierro de Oro para "Los simuladores"), sigue dando pruebas de fragilidad alarmante.

Esta es la historia de Ezequiel Toledo (Daniel Hendler), un joven estudiante de Arquitectura con ideas quizá buenas (por lo menos a juzgar por los comentarios de su docente) y a todas luces poco convencionales, como la de edificar hoteles completamente sumergidos bajo el agua. Ezequiel es obsesivo (de esos que enloquecen a los mozos al pedir un desayuno), monocorde (hable de lo que fuere, siempre lo hace en el mismo tono cansino) e impertinentemente celoso. En tres palabras: un neurótico insoportable. Me pregunto qué habrá llevado a Szifrón a elegir a semejante pánfilo (cercano al rol que hizo famoso a Hendler: Walter, el del aviso de la compañía telefónica) para el papel principal. ¿Habrá creído que encaja con el perfil del espectador argentino promedio? Ezequiel está de novio con Ana (Dolores Fonzi), que luce menos interesada que él en la pareja que, un poco a duras penas, sostienen. En algún momento, mientras charla con unos compañeros de la facultad, el protagonista les confiesa: "sólo quiero casarme y tener hijos con ella". En principio no está mal: la enunciación encaja con el "tipo común que se verá empujado a una aventura extraordinaria", de tantas buenas películas. Pero Ezequiel tiene tan poca sangre que ni esta módica expresión de deseos consigue calar debidamente en la platea.

El fondo del mar se empieza a mover cuando Ezequiel descubre que Ana le está metiendo los cuernos. A esta altura, el "filón científico" ya ha tenido la ocasión de instalarse poderosamente en la trama: un poco en relación con la idea del hotel bajo las aguas otro poco no se sabe bien por qué, Ezequiel viene tomando clases de buceo, y hay todo un micromundo (que incluye personajes pero también historias, como la de los primeros buzos y hombres-submarino) que ya está funcionando en el "background" del film. ¿Y de qué modo? Pues abonando la intriga, o el suspenso, ya que uno se pregunta cuándo y cómo esta vertiente empalmará con los conflictos amorosos, y eventualmente existenciales, del protagonista.

La cuestión es que Ezequiel decide seguir los pasos (sin ser visto, clandestinamente) del hombre con quien su mujer lo engañó. Este no es otro que el misterioso "A.", y Gustavo Garzón es el encargado de animarlo. Sí que está bien Garzón: pocas palabras, y sobre todo gestos, le alcanzan para hacer de A. un modelo del cuarentón avivado, indolente, ventajero y de pocas pulgas (y culpas). Ezequiel quiere saber quién es, a qué se dedica ese tipo. E inicia un largo seguimiento cada uno va en su auto por la zona norte de la ciudad de Buenos Aires. Nosotros tambien queremos saber, y nos metemos en el mejor tramo de la película. El suspenso quizá sea módico, pero está ahí: ¿percibirá A. la presencia de Ezequiel? ¿Obtendrá Ezequiel y junto a él, nosotros algún dato que confirme y complemente la radiografía de ese sujeto repugnante? Al atractivo de este segmento contribuyen la puesta en escena y la puesta de cámara, combinadas con la sabia decisión de sostener el punto de vista de Ezequiel (es decir: de hacer que sólo registremos del otro aquello que registra él). Pero el interés, hay que apuntarlo, también proviene del asunto que pervive en el background. Después de todo, por fin cobró cierto espesor la veta de suspenso, y la intriga, inevitablemente, también pasa por ese otro mundo el submarino que aún posterga la hora de salir a flote.

Pero el seguimiento, en cierto punto, se desinfla. En parte por la música incidental, que cobra excesiva estridencia; y sobre todo porque la secuencia se hace tan larga que la historia, como un todo, empieza a desbalancearse. Esto último, incluso, sugiere que ya no quedan cartas fuertes en la manga del guión. Dicho y hecho: el seguimiento desemboca en la más insólita, y por demás gratuita, vuelta de tuerca que pueda imaginarse. Por supuesto que no la voy a develar. Lo que importa es que resulta inconsistente a dos puntas. Porque el perfil, digamos "laboral", que finalmente presenta A. es de lo más inverosímil (y esto va de la mano con la naturaleza de Ana: ¿cómo pudo llegar tan lejos con un individuo así?). Y porque la bendita metáfora submarina todavía no conecta (ni se explica, justifica, abona o complementa) con la novedad en cuestión.

Y aunque la vuelta de tuerca precipita el desenlace, no hay uno sino varios finales, lo que revela que el director y guionista percibió que la historia no cerraba con facilidad. Los últimos minutos, pues, se estiran como un chicle. Pero no aportan luz, o coherencia, sino nuevos golpes de efecto, matizados por alguno que otro chiste medio infantil. ¿Y el mundo submarino? Bien, gracias.

Guillermo Ravaschino      


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