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FANTASMA

Argentina-Holanda-Francia, 2006



Dirigida por Lisandro Alonso, con Argentino Vargas, Misael Saavedra, Carlos Landini, Jorge Franseschelli, Rosa Martínez Rivero.



Cito a Lisandro Alonso: “¿Por qué filmar esta película en este edificio? Porque no existe otro con las mismas características”. La película en cuestión es Fantasma, el tercer largometraje (dura apenas 63 minutos) del director de La libertad y Los muertos, y el edificio es el del Centro Cultural San Martín que se encuentra a unas pocas cuadras del Obelisco. Los cinéfilos ya estarán pensando en una sola cosa: la sala de cine Leopoldo Lugones situada en el décimo piso de dicho edificio. Los que amamos el cine hemos pasado buena parte de nuestra vida allí viendo esas películas que nunca más volveríamos a ver o aquellas que habían visto y emocionado a nuestros mayores. Por lo que esa sala forma parte de nuestra historia íntima, familiar y emotiva (mi primera vez allí fue con Suspicion, de Hitchcock). Pero Fantasma no evoca los recuerdos cinéfilos de Alonso o de algún personaje en particular, porque nunca pretende ser una especie de Cinema Paradiso nacional ni nada que se le parezca. La nostalgia es ajena al cine de Alonso o, si tiene lugar, ocurre a nivel formal y sin la más mínima cuota de sentimentalismo.

Es cierto que la sala Lugones y la proyección de una película (la mencionada Los muertos, con Argentino Vargas como protagonista) constituyen el centro de ese laberinto arquitectónico por el que deambulan, en esta película, los protagonistas de sus dos largometrajes anteriores. Pues bien: como esos personajes y también forzosamente los hombres que los encarnaron (dado que no se trata de actores profesionales) estaban ajenos al mundo de la cultura y desconocían Buenos Aires, Fantasma es la relación del contacto que ellos toman con el lugar físico, no mediado por intelectualización alguna con él, que recorren y van reconociendo a lo largo de un día. De la mano de Misael Saavedra (el hachero de La libertad) y Argentino Vargas subimos y bajamos por ascensores y escaleras, transitamos pasillos y vamos al baño como cualquiera de nosotros ha podido hacerlo, pero con una extrañeza y libertad que ya no nos es posible compartir. Para ellos el Complejo San Martín no es otra cosa que un lugar cuyo sentido está dado por el funcionamiento material de las cosas que allí se encuentran y no por el contenido cultural que alberga. Lo mismo pasa con un tercer personaje, posiblemente funcionario de la institución, que va por el teatro con una libretita escuchando los ruidos de la sala de proyección, revisando cañerías y apuntando las que suponemos serán anotaciones sobre reparaciones a efectuarse o detalles sobre el desenvolvimiento de las actividades.

Esa atención minuciosa que ponen en saber cómo funcionan las cosas (Misael Saavedra abriendo varias veces la puerta de un baño para observar el mecanismo de las bisagras) me hace pensar en el cine mismo de Alonso, cuya hipnótica puesta en escena denota la preocupación del cineasta por conocer y manejar todos los elementos del cine. Esa exploración formal aquí no se detiene y asistimos, desde el principio, a un ejercicio por momentos fascinante. El uso de la banda sonora, la pantalla en negro durante largos segundos que la resalta y nos conecta con la sala en la que estamos y con la de la ficción, y el juego de espejos potenciado por los movimientos de cámara en la secuencia de los camerinos son algunos de los mejores momentos de la película, además del excéntrico personaje del acomodador que no deja de mirar a Argentino Vargas, de uno y del otro lado de la pantalla, como si hubiera visto a un verdadero fantasma.

Vuelvo a citar al director: “Por mi parte, yo estoy tratando de encontrar escenarios diferentes a los que ya vengo trabajando. Investigar algo nuevo. Buscar otro riesgo estético y cinematográfico sin lo cual para mí es imposible disfrutar del cine, sin lo cual es imposible concebir nuevas imágenes. Sólo trato de realizar esta película para encontrar otras zonas diferentes a las que ya he trabajado y conozco, para continuar filmando sin repetir una fórmula. Y considero a este trabajo el paso o puente a Liverpool, mi próxima película”. Investigar, buscar, tratar, continuar sin repetir, son algunos de los verbos en infinitivo de aquel párrafo, que nos permiten comprender la naturaleza de esta película, los límites que su naturaleza de puente le confiere. Pero como esta película-puente ha de conectar un punto inicial que ya conocemos (La libertad, Los muertos) con otro que todavía no (la anunciada Liverpool), esta parcial ignorancia puede exasperar a los impacientes. Lo incompleto y lo incierto no son características ajenas a Fantasma, y no nos queda otra que aceptarlas. Un puente siempre nos parecerá extraño si sólo estamos acostumbrados a verlo como un medio para un fin y de repente nos proponen concentrarnos en él en tanto objeto. Desligado, abstraído de su función, no nos queda otra que reparar en su estructura y características propias. Lo mismo nos propone hacer Alonso con el cine en Fantasma: superar, o al menos suspender esa primera noción según la cual una película es la portadora de información y emociones mediante unas fórmulas dramáticas convencionales, para descifrar el mismísimo lenguaje del cine y ver de qué manera funcionan todas y cada una de las partes que lo constituyen.

Sin la pretensión de darnos mensajes definitivos ni el anhelo de encontrar en los espectadores respuestas emocionales cristalizadas, Lisandro Alonso nos propone derivar como Argentino Vargas en la secuencia de la canoa por el río de Los muertos, que volvemos a ver en Fantasma mientras el mismo Vargas la mira (y se mira) sentado en una sala de cine que es la misma sala en la que estamos nosotros y otra distinta a la vez. El repaso de esa secuencia, para los que ya hemos visto Los muertos, nos hace pensar menos en aquella película que en nosotros en tanto espectadores de ella, en las circunstancias que nos rodeaban cuando su visión, y en el devenir de nuestras propias vidas desde entonces. De ese juego de espejos propuesto por Fantasma surgen las más sugestivas reflexiones, siempre a través de la forma y nunca verbales, de una película cuya identidad parece tan irreal como la del edificio que mira la cámara de Alonso y como la de cada uno de nosotros toda vez que el tránsito cotidiano se detiene y nos quedamos por un rato, ya vacíos de costumbres, completamente solos.

Marcos Vieytes      

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