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    El nuevo cine argentino, se sabe, es un 
    concepto bastante difuso. De hecho da la impresión de que nadie sabe 
    demasiado bien lo que fue, aunque hay sin embargo una mínima certeza: se 
    trató de un grupo cineastas más o menos personales a contrapelo de un cine 
    nacional estancado en unos pocos nombres detrás de cámara y unas pocas 
    (poquísimas) caras delante de ella. Y, claro, los rasgos distintivos (hasta 
    entonces poco comunes en nuestro cine) de la modernidad. Ante todo, surgía 
    la determinación y la libertad para innovar en la llanura. Ahora, cuando 
    muchos realizadores primerizos pueden ensalzarse en un modernismo de fórmula 
    tratando de emular lo que surgió entonces, los grandes nombres de 
    aquellos años "enganchan en el área" e imponen la convivencia de clasicismo 
    y modernidad. Como Caetano con Un oso rojo, Trapero enseña que no 
    sólo de personajes solitarios y escenas sin diálogos se hace el cine 
    verdadero. Lo hace con una película que despliega un manojo de líneas 
    narrativas y personajes no del todo clásicos ni modernos, pero más lo 
    primero que lo segundo: Familia rodante no tiene el sello clásico de
    Un oso rojo pero pega en el palo. Con su tercer largometraje, el 
    director de Mundo grúa y El bonaerense vuelve a innovar, 
    vuelve a cambiar. No mucho, pero suficiente. 
    
    Si sus dos 
    primeros relatos se centraban en un personaje excluyente –a cuyo oficio 
    remitían los títulos respectivos–, en su nueva entrega Trapero impone el eje 
    narrativo también desde el título, que ya no es individual sino grupal. Si 
    sus dos primeros relatos presentaban el deambular episódico de personajes 
    fragmentados, el film en cuestión nos presenta una acción singular, lineal y 
    aglutinante de personajes bastante transparentes. Si en sus antecedentes se 
    asomaban sentimientos opacos, en Familia rodante Trapero expone 
    acciones concretas, sentimientos concretos. Lo hace sin vergüenzas. 
    
    Ya no 
    están más las tensiones latentes de Rulo o Zapa (Mundo Grúa, El 
    bonaerense), reemplazadas ahora por un entramado coral de personalidades 
    palpables, delineadas en pocos gestos, en pocas acciones: los personajes y 
    las situaciones fluyen con un realismo que respira durante toda la película 
    y mediante diálogos que nunca abandonan su verdad. Los consejos de la abuela 
    Emilia a su nieta en una estación de servicio, la charla entre quinceañeras 
    enemistadas, el acercamiento sexual de dos adolescentes, un abrazo de madre 
    e hija en el clímax del viaje: Trapero hace el juego siempre genial de rozar 
    el clisé y quedar indemne; en el camino emociona con personajes de 
    carne y hueso. Es que los clisés –esos que aburren– no yacen en el 
    contenido sino en las formas de expresarlo. Es en la forma que se le debe 
    dar vida a un contenido automatizado, a una acción que puede tornarse de 
    manual; es también en la forma que las cosas se pueden volver reiterativas. 
    Y esto último no pasa en Familia rodante. 
    
    Trapero 
    elige primeros planos y planos detalles para contar en tal escala la cerrada 
    convivencia de un conjunto de personas. En su película la cámara parece 
    espiar en todo momento acciones que –también– parecen precederla: la cámara 
    en mano que rige el relato observa desde cerca situaciones y detalles que se 
    conjugan en tiempo presente y transpiran universalidad. El director de 
    Mundo Grúa logra nuevamente ir de la precisión de lo individual al 
    ámbito en que los gestos se vuelven reconocibles; ahí está el gran momento 
    en que Gustavo (uno de los adolescentes) le pregunta a Nadia (su 
    partenaire) por qué lo quiere. Es que gran parte de la realidad del film 
    yace en la espontaneidad de sus actuaciones, en especial las del puñado de 
    intérpretes adolescentes. Trapero confirma que no se equivoca en su elección 
    de actores no profesionales y afirma su capacidad para dirigirlos. 
    
    A la única 
    tensión protagónica se opone entonces una red que se tensa con la dinámica 
    de sus partes, con la interacción de una familia en movimiento. Lo que 
    cuenta Familia rodante es un viaje, un devenir colectivo; sus 
    historias parecen expresarse en el minimalismo de los cableados que ve pasar 
    la Viking: las imágenes de cables que se unen y bifurcan parecen manifestar 
    la relación dialéctica entre unas partes que se componen en un todo y un 
    todo que se descompone en ellas. Trapero decide mostrarnos el afuera, los 
    paisajes, no mediante subjetivas hegemónicas sino desde una visión 
    despersonalizada que bien podría ser la del vehículo en cuestión, la del 
    propio viaje. El realizador cree en el grupo y en él halla un centro: si la 
    película es viaje y el viaje es tiempo, la abuela Emilia es el tiempo en 
    Familia rodante. Es ella quien empuja al viaje, es ella quien unifica el 
    tema y cohesiona las partes ("hay buena onda con la abuela", nos dice la 
    nieta porrera), con su soledad comienza el relato y con sus 
    pensamientos terminamos de verlo: los planos iniciales se proyectan al 
    pasado en fotos amarillentas que nos resultan esquivas, el último nos 
    proyecta a un futuro también difuso pero con la impronta del viaje, del 
    cambio. La abuela mira pasado y futuro y se constituye en el presente del 
    viaje; Trapero cree en el devenir, en el presente como cambio. Para contarlo 
    eligió (¿qué más claro?) una road movie. 
    
    Al director le interesa –lo afirmó en una 
    entrevista reciente– la confusión entre ficción y realidad, "que parezca que 
    acá nadie filmó nada, nadie puso la cámara, nadie escribió un guión y no hay 
    actores". Esta óptica clásica no se veía tan manifiestamente en sus dos 
    primeras películas y aparece en un film que se expone sin pudores como 
    rabiosamente personal. Pero el cine de Trapero nunca erró el blanco: hace no 
    demasiado tiempo, en una estación de subte porteña, choqué imprevistamente 
    con Jorge Román, protagonista de El bonaerense. Sin haber tenido 
    contacto reciente con esta película, lo saludé espontáneamente; al hacerlo 
    lo llamé Zapa. Intuitiva y sorpresivamente vi realidad en la ficción de 
    El bonaerense (o ficción en la realidad de la línea B), llamé al actor 
    con el nombre del personaje tal como si lo hubiese conocido hace rato. Hoy 
    no me sorprendería tanto –para alegría de Trapero, para emoción personal– 
    saludar de esa manera a alguna de las personas que habitan la Viking de 
    Familia rodante. 
    El 
    nuevo cine argentino innovó en su momento, trajo aire fresco a un cine 
    nacional que no iba hacia ninguna parte. En estas épocas la situación es 
    bien diferente; la producción sólo aumenta y hay cine argentino para 
    paladares diversos. Que uno de los primeros en innovar vuelva a aportar 
    novedades hace que la cosa sea todavía más feliz. Hace pensar que la 
    cuestión va a seguir andando. 
    Tomás Binder      
    
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