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LA ELEGIDA
(Elegy)

Estados Unidos, 2008


Dirigida por Isabel Coixet, con Penélope Cruz, Ben Kingsley, Dennis Hopper, Patricia Clarkson, Peter Sarsgaard, Laura Mennell.



Una crítica seria de esta película no debería soslayar el análisis de la adaptación literaria practicada por el guionista Nicholas Meyer a partir de la novela original de Philip Roth “The Dying Animal”, en que se basa el film. Como no he podido leer la novela estoy dispuesto a admitir que esta crítica no sea tomada en serio por casi nadie, pero antes de que la abandonen aprovecho para recomendarles “The Human Stain”, adaptación de la novela homónima de Roth que filmó Robert Benton hace cinco años con Nicole Kidman y Anthony Hopkins y que no es una maravilla, pero tiene muchos puntos de contacto con la película que nos convoca ahora (además, viéndola se nota que a Benton sí le gusta el cine). Menos seriedad desplegaron los responsables del título escogido para estrenar este film en la Argentina; uno quiere creer que la elección de La elegida no responde a un criterio de traducción por familiaridad fonética, pero el hecho de que suene tan parecido al original Elegy siembra demasiadas dudas. Claro que esto ya no es responsabilidad de la directora, quien sí mostró seriedad (aunque ni mucha ni muy poca) a la hora de escoger ese título para esta película.

Según define Wikipedia (ya les dije que esta crítica era cualquier cosa menos seria), la elegía es un subgénero de la poesía lírica que designa por lo general a todo poema de lamento o poema triste. La actitud elegíaca consiste en lamentar cualquier cosa que se pierde: la ilusión, la vida, el tiempo, un ser querido, etcétera. En la película de Isabel Coixet el lamento en cuestión parece ser el de un hedonista profesor universitario por la vejez y la pérdida del vigor sexual y, a la larga, el de ese mismo personaje por la propia incapacidad para apreciar el amor verdadero. Lo que comienza como una crítica al puritanismo de la sociedad norteamericana deviene pornografía emocional, y es sabido que hay pocas cosas más conservadoras que la pornografía, especialmente en su variante softcore, esa que no tiene los huevos suficientes para mostrarlos sino que sublima la genitalidad. Como las películas que pasan por The Film Zone a la 1 de la mañana, la de Coixet es una película en papel ilustración sin seña particular alguna. El suyo es parte de un cine globalizado que puede suceder en Nueva York, Madrid o Barrio Norte sin que notemos la diferencia. A punto de estrenarse Vicky Cristina Barcelona, donde Woody Allen simplifica el concepto de identidad nacional reduciendo la española a los lugares comunes del macho latino y la loca sexual, tenemos aquí esta película de la ¿catalana? Coixet que no resulta ser ni española como ella, ni británica como Ben Kingsley, ni americana como Roth, ni descendiente de cubanos como nos quieren hacer suponer que es el personaje que interpreta Penélope Cruz.

Película internacional, lavada, prolija, elegante y culta, eso sí, no vaya a creer que la Coixet no conoce a Camus, Barthes, Goya, Velázquez, Tolstoi, North By Northwest, John Berger y un largo etcétera de citas culturales sin procesar volcadas sobre la pantalla como si fueran decorados, un mobiliario intelectual pomposo y vacío puesto allí para impresionar al incauto, hacer juego con el medio pelo global y pretender para sí una profundidad que, al fin de cuentas, más abunda en El mundo mágico de Terabithia o en Hancock que aquí.

La primera mitad del film se propone en parte como una película erótica, pero con decirles que para Coixet erotismo es sinónimo de Penélope Cruz tirada desnuda, boca abajo y con zapatos de tacos altos sobre un sillón mientras Ben Kingsley le toca el piano en cueros, ya se podrán imaginar la envergadura de la propuesta. Seré más gráfico: fantaseen (si pueden) con el Gandhi de Attenborough encamado y tendrán una idea aproximada del potencial estimulante de la película. Que no contenta con todo ello, más tarde asume el riesgo de alterar el orden cronológico de los acontecimientos sin conseguir otra cosa que confusión, y le pone la frutilla al postre con una vuelta de tuerca final que involucra una teta menos de la Cruz y que los que hayan visto Mi vida sin mí (aquella película de Coixet con Sarah Polley que estaba bien porque ponía las cartas sobre la mesa desde un principio, y basaba la puesta en escena en el seguimiento de la actriz) ya sabrán de qué se trata. La verdad es que para considerarla una elegía, a La elegida le falta sinceridad, riesgo, vísceras, carne, desgarro, agonía, todas esas cosas que sí tenía la que Miguel Hernández, compatriota de Coixet aunque no lo parezca, le escribió un día a Ramón Sijé, a quien tanto quería: “No perdono a la muerte enamorada / no perdono a la vida desatenta / no perdono a la tierra ni a la nada. / En mis manos levanto una tormenta / de piedras, rayos y hachas estridentes / sedienta de catástrofes y hambrienta. / Quiero escarbar la tierra con los dientes / quiero apartar la tierra parte / a parte, a dentelladas secas y calientes. / Quiero minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte.”

Marcos Vieytes      

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