Vito y Celina son vecinos. Sus casas se
encuentran pegadas como la imagen al espejo, solo que cada una de ellas es
el reflejo opuesto de la otra: la casa humilde, el chalet de nuevos ricos.
Vito es un adolescente, una promesa de crack de fútbol que le jura a
su madre estar a punto de entrar a la tercera, mientras vive drogado con
una banda de amigos marginales igual que él y nunca va a entrenar. Su
madre prefiere creerse la mentira mientras vive con el dinero que le pasa
su hijo mayor, el chico responsable de clase media laburadora.
Celina es un ama de casa que dejó su carrera como abogada a punto de
recibirse para ocuparse de sus hijos y de su marido. El día del
cumpleaños de los mellizos ve rota su cómoda vida al pescar in
fraganti al esposo con una mujer en el baño de su propio dulce hogar.
A partir de una sobredosis de Vito, su madre acudirá a la vecina (a
quien llama "dotora" y suele agasajar como muestra de respeto
con empanadas caseras) para que lleve al chico al hospital. Así, las
aparentemente opuestas vidas de Vito y Celina se entrecruzarán... de una
manera poco creíble.
La película dirigida por Bebe Kamín (cuyo título más recordado
sigue siendo Los chicos de la guerra, un film de 1984) intenta contar
la historia de dos mundos distintos, unidos por los problemas y, al final,
insalvablemente distantes uno del otro. Pero las formas de la narración,
los planos, los decorados, las actuaciones, imponen la sensación de no
estar viendo una película sino una obra de teatro. La puesta de
las dos casas, la exageración (casi todos los personajes son
estereotipos) y la estabilidad de la cámara sugieren que sobre un
escenario esto se hubiese convertido en una obra interesante (obsérvese
la escena de la familia soplando las velitas o la cena que mantienen madre
e hijo). En la pantalla grande, no.
No es nada lindo adivinar el tono provinciano y los gestos de madre
preocupada que pondrá Leonor Manso, el tartamudeo de Mario Pasik hacia su
mujer cuando es descubierto en plena infidelidad ("¡Yo te puedo
explicar...!") ni la obviedad de los personajes marginales (la
soltera embarazada, el loquito simpático adicto a las pastas, la
marimacho motoquera).
Las actuaciones no son malas, pero están muy exageradas, en vena
teatral. Se podría argumentar que este es el tono que se le quiso dar a
la película, pero no es así. Se nota porque en el único caso en el cual
funciona el grotesco es en el papel de la madre y las amigas estiradas del
personaje de La Gorda.
Si la idea de que una aburguesada señora mantenida largue de un día
para el otro la organización de una fiestita de cumpleaños en el verde
césped del fondo de su chalet para ir a fumarse un porro con los
marginales dueños nocturnos de la plaza ya resulta difícil de tragar, la
falta de un sustento mínimamente creíble termina dando por tierra con
todo lo demás.
Sobre el final, un detalle triste que es mejor anotar a un costado de
la crítica. En una toma rodada sobre la Avenida 9 de Julio, se ven en el
centro de la pantalla los carteles de la esquina tapados con lo que
parecen ser bolsas de consorcio negras con la intención de que no se lean
los nombres de la calle (o los anuncios que acostumbran adosarles). ¿Era
necesaria tamaña grosería?