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LA CIUDAD ESTA TRANQUILA
(La Ville Est Tranquille)

Francia, 2000


Dirigida por Robert Guédiguian, con Arianne Ascaride, Jean-Pierre Darrousin, Gérard Meylan, Alexandre Ogou, Pierre Banderet, Jacques Boudet.



¿Qué le habrá pasado a Robert Guédiguian entre Marius y Jeannette (1997) y La ciudad está tranquila (2000)? La primera era un retrato triste y cálido de la vida en un barrio de clase baja de Marsella; estaba centrada en un grupo de vecinos que, a pesar de las adversidades y desventuras, se mostraban solidarios y compasivos. Sólo tres años después, Guédiguian nos entrega una tragedia social revestida de gravedad, pesimista hasta la médula y violenta hasta decir basta.

Una cámara lenta recorre la ciudad de Marsella: los edificios a lo lejos, el brillo del atardecer sobre del mar, una pradera verde, idílica. De fondo, la melodía suave de un piano. Inmediatamente después –corte mediante–, el ruido ensordecedor de maquinas, de gritos, del tráfico; una mujer empaquetando pescados. Estos dos planos encierran toda la película: por un lado, la distancia (pocos primeros planos, pocos cortes) que decide mantener el director para narrar su historia; por el otro, un discurso tan furioso y anti-sutil como el mencionado contrapunto.

La ciudad está tranquila es la historia coral de una serie de ciudadanos en Marsella. Una mujer que debe hacerse cargo de su marido borracho y violento y de su hija (que es prostituta, drogadicta y tiene un bebé), un pobre tipo de derechas que traiciona a sus compañeros huelguistas y compra un taxi con el dinero de la indemnización, un negro que acaba de salir de la cárcel y se enamora de una maestra que tiene a su cargo un coro de niños discapacitados, un burgués intelectual que dice representar al proletariado y se caga en todo y en todos. Unidos por una Marsella decadente y por un mismo estado de ánimo: los personajes no viven sus vidas, las padecen. Algunos las padecen con cinismo, otros no abandonan la lucha (vaya uno a saber adónde cree estar el director). Pero sufrir, sufren todos.

La sobreabundancia de temas (la drogadicción, la maternidad, el aborto, el capitalismo salvaje, la globalización, la prostitución, la violencia doméstica, el racismo; en fin, todos los temas sociales), la moralina, el facilismo y los atajos narrativos (el desprecio y la burla que el director dedica a la derecha es un arma de doble filo), el nivel de impiedad con que el cineasta educa y castiga a sus personajes y a sus espectadores, la inusitada cantidad de golpes de efecto (yo no veía tantos desde Monster's Ball), el descaro en la caracterización (los personajes no paran de decir cómo son y cómo son los demás) hacen de La ciudad está tranquila un film insufrible.

El director conjugó todos los elementos que tenía a su alcance para decirnos (decirnos, no mostrarnos) que el mundo es un lugar horrible y se está cayendo a pedazos. Quizá tenga razón, pero su película tiene el valor y la fuerza de un panfleto plagado de errores ortográficos.

Ezequiel Schmoller      

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