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EL CAMINO DE LOS SUEÑOS
(Mulholland Drive)

Estados Unidos, 2001



Dirigida por
David Lynch, con Justin Theroux, Naomi Watts, Laura Harring, Ann Miller, Robert Forster, Dan Hedaya.



Desconfié cuando, refiriéndose a una película de David Lynch como Mulholland Drive, autores de diverso pelaje cantan las maravillas de su sinsentido y su ausencia de lógica. Y no porque el último trabajo del director de El hombre elefante (1980) sea legible a la manera convencional, que no lo es, sino porque uno sabe que la excusa de que sea "inexplicable" alcanza para rellenar unas líneas sin pasarse siquiera por el cine. Si Carretera perdida (1997) era una excepcional película de terror, en otro paseo por algunos géneros afines a su personalidad, David Lynch presenta ahora una obra que en su punto de partida es un estupendo film noir, y en su desenlace una vampirización de este género clásico.

Lynch se divierte incluyendo homenajes en este nuevo ejercicio de libertad a películas tan importantes en el devenir de la historia del cine como Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) y Persona (Ingmar Bergman, 1966). El hilo conductor que existe entre estas dos producciones –la confusión y la crítica de personalidades falsas o, lo que es lo mismo, la célebre frase de Shakespeare sobre el teatro de la vida– es utilizado por Lynch una vez más (en Carretera perdida, el fuego de artificio de la transformación del personaje que encarnaba Bill Pullman era un golpe de efecto muy lynchiano que pertenece más a un terreno personal), sólo que ahora de una manera mucho más central. Así, el director juega a ordenar de modo no habitual (cronológico) fragmentos de una misma historia. Con ello, Lynch provoca una confusión muy de su gusto (en la misma línea que los cambios de personajes en el cuerpo de una misma actriz) que obedece a la imaginativa perversión de elementos bien conocidos por el espectador tales como la acumulación de ingredientes naturales del cine de intriga, la puesta en duda de la ordenación canónica de las acciones en el género –siempre tendentes hacia la resolución del enigma– o el papel de la realidad –trasvistiéndola de una sugerente verosimilitud– en un invento tan premeditadamente vicario como es el cine.

Pero más allá de que el director se incline siempre por recalcar el artificio del medio –a ello también obedece la pantanosa irresolución del enigma que simboliza una caja azul– antes que a someterse al argumento, es tremendo el poder de Lynch para convertir lo que iba a ser un capítulo para una serie de televisión (a ello obedece la presencia en el grupo de productores de Tony Krantz, un catódico manager responsable de, entre otras series, Felicity) en una película que muy poco tiene que ver con aquel proyecto. En principio, sólo parece haber sobrevivido un reparto poco llamativo con nombres de segunda fila, en el que destaca Naomi Watts (mucho más que una chica mona).

El trabajo de puesta en escena sigue rigurosamente sus principios estéticos y no capitula ante la forma tradicional de hacer televisión; y las costuras de un guión al que, qué duda cabe, en algún momento se impostó una pústula genial, quedan muy bien escondidas. Tras haber hojeado el libreto de lo que iba a ser el capítulo televisivo no puedo más que rendirme ante la evidencia de que Lynch no es sólo uno de los más habilidosos cineastas estadounidenses sino también un guionista digno de elogio, estudio y admiración.

Alguien tuvo miedo ante ese proyecto para una serie de televisión y, como contrapartida –más que como venganza–, David Lynch respondió creando uno de sus guiones más personales y perfectos, inventándose una visionaria metáfora sobre la representación, y en concreto sobre la audiovisual, en forma de un club llamado "Silencio", en el que ocurren todos los milagros con justificación poética, en el que se empieza a doblar la lógica de la trama, en el que tiene lugar un alumbramiento que concluye con un pliegue de la propia historia (de la propia narración, en el sentido convencional del término, si prefieren), la muestra consecutiva de acciones que no calificaré como anteriores o posteriores, pero en las que se realza su naturaleza de obra cinematográfica. Y, aunque algunos los tacharán de autocomplacientes, a muchos estos ejercicios de majestuosa demagogia nos encantan. Silencio.

Rubén Corral      


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