Bienvenida esta opera prima de Luis Ortega. Viene a alterar el panorama de
      cine argentino, que este año circula entre la estrechez de miras y el ombliguismo
      inconsistente. Cuando la obra contundente de Lucrecia Martel y Adrián
      Caetano estaba quedando aislada, aparece Ortega ejecutando un acto de
      valentía inhabitual en este medio.
      La originalidad del film reside en su peculiar manera de narrar una
      historia chiquita, doméstica, familiar, de las que puede haber
      tantas. Ortega experimenta con una narratividad que no se apoya en
      explicaciones discursivas, sino en la transmisión de sentimientos,
      sensaciones y emociones.
      Es muy poco lo que sabemos de esta familia: por un lado, una anciana
      centenaria es atendida amorosamente por su bellísima y joven nieta
      (Dolores Fonzi) en una casa de San Telmo, acompañadas por un vigilante
      vecino carpintero. Por otro el padre, un esperpento escuálido y
      tambaleante, sale de la cárcel de Caseros y atraviesa la ciudad para
      recalar en un hogar para hombres del Ejército de Salvación. Nada sabemos
      de su historia previa, y no hace falta. Asistiremos anhelantes a los
      esfuerzos de la joven por romper el aislamiento de cada uno y recuperar
      una familia disgregada, a los temores de ese hombre solo y desclasado, a
      los desvaríos de la vieja en sus desopilantes diálogos con la nieta –propios
      de una persona centenaria–, mientras la joven la lava, masajea, peina,
      viste y acaricia.
      Ortega eligió el camino más difícil, y sin duda despertará el
      rechazo de quienes buscan en el cine un entretenimiento fácil, una
      comunicación explícita, o las justificaciones obvias, propias del cine
      argentino. Nada de esto se va a encontrar en Caja negra. En cambio,
      percibimos una rara sensibilidad para captar y transmitir el amor entre
      los seres, sin necesidad de que medien palabras. Aunque también el tema
      es precisamente la dificultad de la comunicación verbal entre personajes
      desgarrados, acostumbrados a callar, en esos encuentros patéticos, con
      miedo de acercarse al otro, encerrados en su caja negra, "el ataúd
      de los vivos" según dice Ortega. Guiño que apunta al conductismo,
      en un film que esquiva las explicaciones psicológicas.
      A la luz de la historia que hemos sufrido los argentinos, es muy
      emocionante ver el esfuerzo de la generación más joven por reunir a las
      mayores, por juntar esas partes separadas venciendo la resistencia y el
      temor. Es inevitable relacionarla con la tarea de los hijos por recuperar
      a los padres perdidos y su memoria. Hay allí tanto amor postergado,
      contenido, que casi duele.
      Ortega no cesa de relatar la génesis del film: los personajes se le
      presentaron antes que el guión. Eduardo es un personaje real, lo conoció
      en la plaza de San Telmo y duerme en ese Hogar. La vieja le ofreció su
      propia casa para filmar la película, el vecino es hijo de la anciana en
      la vida real y vive en esa planta baja. La excelente Dolores Fonzi es la
      única actriz profesional del elenco, los demás se limitan a repetir sus
      gestos cotidianos, y Ortega documentó en video más de veinte horas en la
      vida de estos personajes. Con una imagen impactante y casi sin diálogos,
      Ortega arma un drama familiar y social de austera economía, en el que se
      cruzan ficción y documental.
      Ya La ciénaga y La libertad habían propuesto un cine
      del cuerpo, y Ortega sigue en esa línea. Aquí son los cuerpos los que
      hablan. La cámara acosa el cuerpo cotidiano –fuertemente afectivizado–
      en sus mínimos gestos, en los rituales diarios de descanso, lavado,
      alimentación y caminatas. Sin resultar agresiva, se mete a fondo en el
      cuerpo ajado, fláccido de la vieja y en el escuálido y sufrido del
      hombre, que lleva las marcas del pasado, del hambre y del dolor. Y en el
      cuerpo joven, firme y vital de la adolescente, cuerpo del presente y del
      futuro, que imita, prefigura los gestos de la vejez y es vigilado,
      escudriñado por la mirada ambigua ¿deseante? del vecino. La historia
      está segregada por esas actitudes corporales, que son categorías del
      espíritu: los cuerpos inhibidos por el reencuentro, las miradas esquivas,
      las vacilaciones y una sonrisa valen por cientos de líneas de diálogo, y
      allí reside su fuerza expresiva. Los primeros planos expresan cualidades,
      reflejan la luminosidad interior, el amor, el miedo, la afección, en
      suma.
      La narración lleva un peculiar ritmo estilístico: estructurada en
      pequeñas escenas, cuando parece que algo va a suceder sobreviene el
      corte. Puede dar la sensación de que nunca sucede nada, y sin embargo
      allí se narra toda una historia, aunque todo quede en potencia.
      Es lamentable que la filmación en video y su posterior pasado a
      fílmico diera como resultado una copia absolutamente borrosa, quemada,
      sin definición ni profundidad de campo. La obra merecía una versión
      más digna, y una música menos convencional, más acorde con la fuerza de
      la imagen.
      Me pregunto si Luis (que es hijo de Palito) cumple el arquetipo
      del patito feo en la familia Ortega. Hay autores que realizan la obra que
      el público espera. Otros, crean su propio público. Me pregunto también
      si es consciente de la obra que ha plasmado, y si éste es el comienzo de
      un camino propio.
    Josefina Sartora