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BILLY ELLIOT

Inglaterra, 2000


Dirigida por Stephen Daldry, con Julie Walters, Jamie Bell, Jamie Draven, Gary Lewis, Jean Heywood.



Billy Elliot, con su apariencia de musical, deja entrever un talento prometedor para la puesta en escena del director Stephen Daldry, que debutó con esta cinta y ahora trabaja en un nuevo proyecto para Hollywood con Nicole Kidman y Javier Bardem. La apuesta de Daldry es en algunos momentos momentos arriesgada, contiene escenas memorables, pero también hay una buena parte de "dar al público lo que quiere ver", lo que anula su personalidad en beneficio de la mercadotecnia, de la blandenguería común, de la sensiblería populachera. No es de extrañar que coseche opiniones favorables allá donde vaya, sobre todo si son territorios donde campean las buenas costumbres hipócritas, como en Estados Unidos o en alguna de sus sucursales europeas.

Y sin embargo, esta llamativa lucha de un hijo de mineros en huelga por culpa de la política laboral de Margaret Thatcher logra mantener casi siempre el interés de un espectador que anticipa el desenlace de la historia casi desde el principio mismo. Se debe sobre todo a la habilidad del director para diseminar los números de baile de este niño-prodigio-actor-bailarín de claqué que es Jamie Bell. A su capacidad para mezclar casi siempre los momentos de euforia con los de denuncia social. A su sagacidad a la hora de comprender casi todas las vertientes del entuerto que la voluntad del protagonista por convertirse en bailarín de ballet provoca en una comunidad de trabajadores al norte de Inglaterra.

En una película que trata una lucha por un objetivo claro y definido con ritmo de musical, Stephen Daldry logra, cuanto menos, mantener el ritmo narrativo. Como muestra un botón: la escena en que Billy, fuera de sí, baila con rabia por las calles de su suburbio de Newcastle y, tras convencer con su vitalidad a todo ser viviente que se le cruza, se topa con un muro en medio de la carretera... y se para en seco.

Pero el retrato social queda en segundo término porque, según se nos dice, la realidad es demasiado dura para tragarla de golpe. Si Rossellini levantara la cabeza vería cómo sus luchas interiores y externas no han valido un pimiento en lo que se refiere al cine inglés (o al cine del Dogma 95, si me permiten la maldad); que en realidad ya no existe tan siquiera vacilación posible entre compromiso social y taquilla si se tiene la posibilidad de lo segundo, que el cine "comprometido" es, casi siempre, una mentira en el fondo de la pantalla escrita con letras mayúsculas para que cale el mensaje subliminal.

Rubén Corral     


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