Después de Chopper, que
hizo saltar a la fama a Eric Bana, el director Andrew Dominik pasó a primera
y desembarcó en Hollywood. Pero lo hizo de modo un tanto desconcertante. Es
verdad que continúa exponiendo las dinámicas de la violencia, así como
explorando los distintos perfiles que puede ofrecer un personaje casi
legendario. Pero también se permite adoptar distintas formas y estilos,
asumiendo influencias diversas.
La
historia del asesinato del famoso ladrón Jesse James a manos de Robert Ford,
admirador suyo e integrante de su banda, ya fue reseñada numerosas veces por
el cine. Aquí el realizador, sin renegar del western, vuelve sobre el tema
para demostrar que, a pesar de todo, hay muchas cosas nuevas por decir. E
hilvana todo el relato a partir de la creación de atmósferas que rememoran
el cine de Terrence Malick. Pero el vínculo con el director de Badlands,
La delgada línea roja y El nuevo mundo no se acota a ese
estilo contemplativo, que alterna entre el distanciamiento y la
subjetividad, sino que se prolonga en la ambición de utilizar al cine como
instrumento filosófico, intentando plantear y dilucidar dilemas propios del
mundo que nos rodea, sin resignar la búsqueda de nuevos límites para el
dispositivo cinematográfico. Como Malick, Dominik demuestra que su capacidad
está a la altura de sus ambiciones, constituyéndose en una renovada
sorpresa.
Como mito
y encarnación de la rebeldía ante la autoridad, Jesse James recorre ante los
ojos de Bob Ford –y del espectador– un camino circular. Se presenta como una
leyenda viviente, para ser rápidamente humanizada (y casi odiada), y
luego va adquiriendo nuevamente aquella altura mitológica, intimidante e
inalcanzable que anticipa su propia muerte (para continuar hablando desde su
tumba, e incluso reencarnar en otras personas). En consecuencia, Ford es un
personaje avasallado por la leyenda, que lucha contra ella y al mismo tiempo
la anhela, que desea participar de ella, pero no como el villano… aunque
finalmente termine resignándose a su suerte, como instrumento del destino.
Es
necesario destacar que la complejidad que adquieren estos dos personajes se
debe en buena parte a las actuaciones de Brad Pitt y Casey Affleck. El
primero demuestra que, cuando se compromete como corresponde, puede
transmitirle una enorme expresividad a un héroe paranoico y contradictorio,
tan calculador como repentino en sus ataques de violencia, pugnando siempre
por sobrevivir, aunque al final termine aceptando un desenlace que parece
escrito desde el principio. El segundo, al igual que en Desapareció una
noche, interpreta a un antihéroe por excelencia, que no puede con su
alma (un Oscar ahí, por favor).
En sus tramos finales,
El asesinato de Jesse James... enlaza con el cine de otro Ford, un tal
John, en especial con esa obra maestra que es Un tiro en la noche.
Jesse James es un personaje claramente terminal, con aristas trágicas y
melancólicas, que va delineando –junto a otros elementos– el fin del Oeste
como modo de vida, con su ley del revólver y la justicia por mano propia
como máximos baluartes. Pero la extinción no es completa, y la alabanza y
cuasi santificación de Jesse luego de su muerte así lo certifican. La
historia de este hombre y de su asesinato muestra cómo el Este borró del
mapa los caracteres y figuras más representativas del Oeste, pero
apoderándose de sus valores e incorporándolos a su construcción legal y
democrática. Y si el Norte triunfó sobre el Sur en la guerra civil, las
divisiones subsistieron. Es que, como demuestra el film de Dominik, no hay
una sola América. Y las líneas que separan concepciones éticas y morales son
tan poco tajantes que lo que parece muerto todavía demuestra una extraña
vitalidad.
Rodrigo Seijas
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